Textos y fotos Diana Balcázar Niño

Si no fuera por el aire acondicionado de la camioneta, difícilmente se podría haber soportado, ese día, el calor apabullante del valle del río Cauca, después de haber dejado atrás el municipio de Bolombolo, en Antioquia, rumbo a la población de Jardín, en ese mismo departamento. Este alivio en la temperatura contribuía a poder apreciar mejor el paisaje, inmensamente plano, pero con montañas en la lejanía, y con miles de naranjos y blanco ganado; así como a descubrir que transitamos nada menos que junto al poderoso río Cauca, que corre paralelo a la carretera en su largo trasegar hacia su encuentro con el Magdalena en el norte del país.

Pero no era el río Cauca, aunque majestuoso, al que veníamos a visitar. Más adelante, el paisaje cambió rápidamente cuando tomamos una carretera que iba subiendo sinuosamente por las montañas y que nos permitía ir apreciando la presencia casi infinita de cafetales.

Finalmente, llegamos a Jardín, uno de los símbolos de la cultura cafetera antioqueña. Y luego de unas pocas calles, pasamos junto a su plaza principal, rodeada de casas de colores y puertas de madera, en la que los habitantes se tomaban un café sentado ante mesitas puestas en el andén, mientras conversaban y detallaban todo lo que pasaba.

Pero tampoco habíamos venido precisamente –o únicamente– a conocer y disfrutar el pueblo. No había tiempo que perder, así que fuimos directo al hotel, dejamos nuestro equipaje y salimos caminando a buena marcha, queriendo alcanzar a apreciar un impresionante fenómeno de la naturaleza, que allí en Jardín se escenifica de una forma muy especial. La urgencia era porque había que llegar antes de las cinco de la tarde a un lugar determinado, so pena de correr el riesgo de perderse el evento.

A pocas cuadras desde el hotel, y justo en el borde del pueblo, el guía local que nos acompañaba tomó un sendero, a la derecha. El camino iba bajando en forma bastante empinada, hasta que nos adentramos en una cañada, al fondo de la cual corría el agua. El sendero estaba bordeado de frondosos árboles y arbustos.

De pronto, oímos unos sonidos muy fuertes provenientes de más abajo en el cañón. Eran como chillidos y ronquidos de cerdo, ejecutados uno tras otro en largas series. Aunque sabíamos de qué se trataba –¡era lo que veníamos a buscar! –, las vocalizaciones resultaban un tanto sobrecogedoras.

Continuamos bajando, hasta que, en determinado punto plano, situado al lado derecho del camino, paramos para apreciar el escenario. Hoy en día existe una reserva natural llamada Parque Natural Jardín de Rocas (conocida también como Reserva del Gallito de Roca). Ya dentro de ella, desde una banca que mira hacia el cañón, normalmente en pocos minutos –o incluso segundos– uno puede ver uno de los principales objetivos por el que los observadores de aves van a Jardín, el origen de los extraños ronquidos.

Foto Diana Balcázar Niño

Lo que vimos en ese momento fue una gran mancha de brillante color naranja rojizo, que se pasaba de un lado a otro entre las ramas. Y luego otra y otra. ¡Eran machos de gallitos de roca andinos!

Algunos de los gallitos se atacaban entre sí, encarnizadamente. Luego se separaban y se volvían a posar, aparte, mientras volvían a enfrentarse. Algunos subían y bajaban la cabeza, como compulsivamente.

El nombre científico de estas aves es Rupicola peruvianus. El término Rupícola alude a que viven en las rocas (rupe significa roca o peñasco en latín). Precisamente, allí en Jardín se localizan en este cañón porque reúne esas condiciones, además de estar rodeado de bosque de niebla andino, otro de sus requerimientos. En cuanto a peruvianus, quiere decir del Perú (de donde, además, es el ave nacional).

Además del color naranja rojizo de su cuerpo, estas aves se caracterizan por sus contrastantes alas negras, con manchas cuadradas de color gris plateado.

Tienen, además, una cresta grande y llamativa, como un disco, y un pico diminuto que se pierde en la base de la cresta. Las patas son amarillas, la cola negra y los ojos naranja claro.

Son aves relativamente grandes, que miden 32 centímetros (un poco más pequeños que una gallina) desde la punta de la cola hasta la de la cresta. Su principal alimento son las frutas, abundantes en el bosque de niebla.

Foto Diana Balcázar Niño

En ese cañón de Jardín, tienen lo que se llama un “lek”, término proveniente del sueco y que significa sitio de reunión o asamblea de machos, que compiten para atraer a las hembras con danzas y saltos y con la belleza de su plumaje. Los bailes incluyen hacer sonar los picos y las alas. Las hembras observan desde un sitio conveniente, y cuando escogen, se acercan al macho, se aparean rápidamente y se van. Ellas solas se encargarán de construir el nido en algún sitio protegido entre las rocas, y de criar a los polluelos. El color de ellas es mucho más opaco que el de los machos, de hecho, son de color marrón. De esta forma, es posible que atraigan mucho menos la atención sobre el nido que los machos, que serían fácilmente ubicables por los depredadores.

Esta carismática especie se distribuye en Colombia, Venezuela, Ecuador, Perú y Bolivia. En nuestro país se la encuentra en las tres cordilleras de los Andes, a una altura de entre 500 y 2500 metros sobre el nivel del mar. Existe otra especie de gallito de roca, el guyanés (Rupicola rupicola), que habita en el Escudo Guyanés y en la cuenca amazónica.

Con su belleza y peculiaridad, y la increíble facilidad que existe de acceder al sitio donde habitan, en donde todos los amaneceres y atardeceres hacen tan maravilloso despliegue, los gallitos de roca andinos se han convertido en uno de los más grandes atractivos de Jardín, compitiendo con su delicioso café.

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