Por Guillermo Romero Salamanca

Cuando Ángel Romero Bertel, jefe de redacción de Colprensa, encomendaba un trabajo periodístico, pedía resultados todo el día. Una mañana, en un consejo de redacción, comentó: “¿Por qué no entrevistamos a Heber Castro, el coloso del humorismo? Ese tipo sí sabe de humor”.

La indicación recaía sobre este pobre servidor que cubría la sección de Espectáculos y escribía, además, la columna “Pantallazos”.

Hebert Castro, foto colArte.

Don Hebert Isaac Castro Arón, uruguayo de nacimiento, caleño por su esposa, presentaba su espectáculo, de lunes a viernes entre la una y las dos de la tarde, en el radioteatro de Caracol Radio, cuando quedaba en la calle 19, abajito de la carrera octava. En el lugar se agolpaban mensajeros, cobradores, oficinistas y un sin número de fanáticos del “coloso del humor” ocupaban las sillas de madera sin cuero del lugar. Jorge Antonio Vega era el presentador y el maestro Marcos Gilkes, el director de la orquesta y quien era un personaje más de las chanzas e historias de don Hebert.

El humorista tenía un libreto que seguía a cada instante. Iba leyendo y haciendo voces  de señoras, niños, ancianos o del Pobre Peraloca, de don Prudencio, de Contarlos, del matrimonio de García y Pirula y hasta recibía llamadas por teléfono:

–Oiga, llamamos de Palmira, decía con una voz telefónica, ¿es Caracol?

–Si, a la orden.

–¿Es verdad que ayer corrieron vientos muy fuertes en Bogotá?

–Si señora, claro.

–¿Y me podrían decir, quién ganó?

Claro. Venían las carcajadas y los aplausos.

Al finalizar el programa, lo interrumpimos: ¿don Hebert podríamos hacer una entrevista para Colprensa?

–Vaya mañana a mi apartamento. Y me escribió en un papel la dirección. Hoy, no he almorzado y tengo un compromiso. Lo espero a las once.

Al día siguiente fui a la dirección apuntada, por suerte quedaba a unas pocas cuadras de Colprensa y el portero me dijo: “Mandó decir que se demora unos minutos más. Está terminando de escribir sus libretos para el programa de hoy”.

Se sentaba a las 8 de la mañana ante una pesada Remington y movía con agilidad prodigiosa dos dedos para aplastar las teclas. En tres horas hacía un libreto de unas 30 páginas. Era como escribir medio libro al día. Era un genio. “El día que no haga un libreto, dejo de ser humorista”, decía.

Lucho Navarro en Festival de Viña en 1992

Lucho Navarro, un chileno, era el humorista de los mil sonidos que combinaba los ruidos de un helicóptero, una jauría, un tren de primeros años del siglo XX o un jet. Era músico, cantaba y poseía una agilidad con su memoria para aprenderse los libretos que hacía para su espectáculo. Saltaba, gritaba, era una ametralladora soltando historias.

–¡Papá, hoy vengo o a decirle una mentira bien grande!, decía con voz de niño precoz.

–Ajá, ¿y cuál es?

–¡Papá!.

Y movía entonces sus ojos gigantescos para burlarse aún más de la ocurrencia y carcajeaba. La gente le aplaudía y gozaba con él. Cuando venía a Bogotá, su hotel preferido era el Continental en la calle 13 con quinta. Allí ensayaba, una y otra vez, su libreto. Sus espectáculos siempre estuvieron repletos de aplausos. “El humor es cosa seria, no es para cuenta chistes”, aclaraba.

Juan Verdaguer-Foto Canal 13

Por su parte, Juan Verdaguer era otro uruguayo de la genialidad en el humor. Muchos pensaban que era argentino.  Nunca se reía en sus presentaciones. Escasamente sonreía e iba contando una y otra historia con maestría. Sabía guardar los silencios, ponía pausas, era un perfecto actor. Su espectáculo era de una seriedad absoluta.

Un día llegó un hombre y golpeó una puerta. Al otro lado, había una lora que preguntó: ¿Quién es? Y el tipo contestó: “el plomero”.

–¿Quién es?, volvió a preguntar el animal.

–El plomero, contestó de nuevo.

–¿Quién es?

–El Plomero.

–¿Quién es?, repetía el plumífero.

Ya irritado respondió con un grito: “El plomero”. ¿No oye? Soy el plomero”

Total, al hombre le dio tanta rabia, se alteró totalmente y… le dio un ataque cardíaco.

Al rato llega el dueño de casa y pregunta: ¿Y este quién es? Y el loro responde: “El plomero”.

Y se quedaba serio, pero la gente soltaba tremenda carcajada. Sabía medir los tiempos, ponía a pensar.

En Colombia, siempre confundieron a Jaime Garzón. Le decían cómico, comediante, humorista…La verdad es que era un hombre que simplemente decía la verdad y cuando a las personas se les dice la verdad, o se ponen bravos o ríen.

En Santiago de Cali, en plena Feria, Jaime Garzón estaba como invitado en un remate de corrida de toros, en un club al sur de la ciudad. Allí comentaba algunos aspectos de la faena diaria y hacía entrevistas a las personalidades que habrían ido al evento de la tarde.

Jaime Garzón- Foto El País

Se le acercó una señora, una distinguida dama de la sociedad y le dice: “Jaime, ¿por qué no me cuenta un chiste?

Jaime la miró con mirada de bacteriólogo y le contestó claramente:

–¿Quiere reírse? Escuche los pronunciamientos de Andrés Pastrana y no parará de carcajear. Yo no soy cuenta chistes, mi señora.

Colombia quiere reír, pero si es por los programas que pasan ahora de humor, apague el televisor y lea un libro.

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