Por Guillermo Romero Salamanca

Dos días después de su nacimiento, la vi por primera vez. Su cabeza me cabía en mi mano, sus brazos escasamente se movían y sus dedos parecían los de un pollito. Escasamente abría los ojos y todo su brazo era como un dedo índice. La miré, una y otra vez, y se me olvidó su nombre y simplemente la llamé como “Pitico”.

Era mi primera nieta. Se fue a vivir a mi casa y debí entonces recurrir al diccionario que se me había extraviado unos 20 años atrás. “!Alcance el biberón!”, me decían. ¿Biberón?, ¿qué es un biberón? “Pruébele la temperatura”, “Aliste el agua para el baño” y decenas de frases más que oía y no entendía. Después de muchos regaños comprendieron que no era el mejor ayudante.

Fue creciendo “Pitico”. El angelito se emocionaba con mis canciones: “Yo tengo una chinita que me quiere, que me quiere, que me quiere”. O la otra: “Yo tengo una chinita que ella salta, que ella salta, que ella salta” y así salieron mis dotes como gran compositor. A ella, creo que le gustaron las primeras veces, pero después se cansó.

La peque iba creciendo y entre más lo hacía, más viejo me fui haciendo. Correr detrás de un balón, ya cansaba, perseguirla detrás de la bicicleta, era como entregar el corazón al cielo. Jugar a los carritos, era quitarme la corbata y extenderme en el suelo para verla asombrarse con el recorrido de los diminutos vehículos.

“Abuelo, ¿puedo darte un abrazo?” y extendía esos piticos brazos para entregar un verdadero calor humano.

“Abuelo, yo quiero una galleta de tres ojos”. ¿Cuáles son esas?, le preguntaba. “Las venden en la panadería”, me contestaba. Claro, las galletas las hacen allí. ¿Cómo se me había olvidado eso?, pensaba. Me deleitaba verla pegándole un lengüetazo a esa merienda. Descubrí que había melindres en forma de muñecos, de elefantes y hasta de arbolitos.

Y es que los abuelos olvidamos las cosas sencillas de la vida y aprendemos de internet, redes sociales, pagos de recibos, carreras para cumplir citas, alegatos acá y allá, filas en la Cámara de Comercio, esperas en los bancos, trancones, angustias por los problemas diarios, memes de un candidato y de otro que sofocan el Facebook y el WhatsApp.

“Ven abuelo, vamos a pintar” y claro, la pared se vuelve lienzo y luego otra y una más hasta recibir el regaño de señoras incomprensibles. ¿Cuándo fue la última vez que fui grafitero?, hace más de 40 años.

Y luego vienen las preguntas curiosas: ¿Qué es una mariposa monarca? ¿Cuántas horas tiene un día si uno se levanta dos horas más temprano para ir al colegio? ¿Por qué la gente que se da la paz en la misa, no se miran las caras? ¿Por qué prenden el televisor para ver noticias cuando van a comer y muestran cosas feas?  Y la más difícil: ¿Para qué ves a Santa Fe si vas a sufrir?

“Abuelo, llévame al parque, pero no me compres helado”. Ella salta, cruza los pasamanos, se rueda por el trampolín, cruza corriendo por mi lado, monta en la rueda y de un momento a otro grita: “Abuelo: ven a columpiarte”.

Cómo dan ganas de subirse al columpio y balancearse hasta ver el cielo y luego a vertiginosa caída, ver el suelo y de nuevo, impulsarse con los pies y mirar las nubes y cuando ya casi se agarran ir en retroceso hasta perder el aliento. Una y otra vez, semejando a las palomas, de pronto a un tigre o alimentarse con el vértigo de la vida.

Un letrero obstaculiza la misión: “Estos juegos son sólo para los niños”. Y brota entonces una lágrima escondida por más de 50 años.


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