Por Guillermo Romero Salamanca

Ya se sabía. Después de la noche de las velitas todos se preparaban para un evento especial: la Navidad. Pero para ello había que alistar los palos, las guaduas para poner allí los velones que alumbrarían la noche del 7 de diciembre. El 8, muy de mañana, había que trabajar con espátula, gasolina, trapos, para despegar la cera que había quedado desparramada en los andenes y portones de las casas, por la encendida prenavideña.

Mientras se hacía esta operación, se alistaban los aguinaldos, una serie de juegos muy pintorescos que iban desde el “Si y al no”—en el cual no se podían utilizar esas palabras cuando lo interrogaran y se debían cambiar por otras– “pajita en boca”—que consistía en tener algo debajo de la lengua, como un dulce, un palo, un maíz o un chicle– “preguntar y no responder” –en el cual a la persona que jugaba, le cuestionaban sobre algo, debía guardar silencio– “tres pies” –esparcimiento donde había que estar atento para evitar que le metieran un pie en el medio  y con el “beso robado”, no dejarse que el contrincante le propinara un ósculo.

“Los aguinaldos” pertenecen a una tradición colombiana que se realiza días previos a la noche de Navidad. Se practica entre varios o por parejas, que resulta más interesante. Gana quien más puntos obtenga y el 24 le deben dar su premio que consiste en una caja de chocolates, aunque los que practican el “beso robado” quieren algo más, como una camiseta, por ejemplo.

Eran los años setenta. En las familias los padres y los hijos participaban en esta época activamente en Los Aguinaldos, mientras se preparaban la natilla, los buñuelos, los tamales –o pasteles en la Costa Atlántica–, el ajiaco en Bogotá, el sancocho de gallina en el Valle del Cauca, la sopita de carantanta en el Cauca, los frijolitos con chicharrón en Antioquia, la mamona en Los Llanos Orientales, la sopa de ruyas en Boyacá, las arepas oreadas en Santander o el mute en Cundinamarca. Era para chuparse los dedos.

La música de fondo era con Guillermo Buitrago y su infaltableRon de VinolaArbolito de Navidad de Tito Ávila, El Seis chorreado de Richie Ray y Bobby Cruz, El aguacero de Julio Torres con Los Alegres Vallenatos, El Año Viejo de Tony Camargo, Nochebuena de La Billos Caracas Boys…se cantaba, se bailaba y se rezaba la Novena. Casi todos se sabían la oración que comenzaba con “Benignísimo Dios de infinita Caridad que tanto amasteis a los hombres”  y siempre preguntaban los niños qué significaba prosternado, cuando se llegaba a los Gozos Navideños.

La nota de nostalgia la ponían los padres cuando rememoraban a sus ancestros o contaban cómo eran también sus diciembres.

Pero se jugaba a los aguinaldos.

Carmencita Fernández era en aquellos años la niña mimada del barrio. Poseedora de un  donaire y una mágica gracia.  No se reía, sino que marcaba con sus labios una sonrisa encantadora. Sus ojazos negros como los de ananás dominicanas relampagueaban en las noches. No era intelectual, pero  ella sabía lo que tenía y la muchachada le seguía. Unos demostraban su potencia en fútbol, otros le cantaban, unos más le redactaban poemas y otros le llevaban un dulce, una polvorosa o un caramelito rojo, pero como toda buena mujer, bonita e inteligente, se enamoró del más ordinario, celoso y patán del barrio: Fernando Ramírez.

Apostaron a Los Aguinaldos. Él se resguardó en el “Si” y ella, en el “no”. No podían, por lo tanto, contestar con estos monosílabos.

Esa noche del diciembre fue fatídica para él cuando le preguntó: “Carmencita, ¿es verdad que me estás engañando con un policía?”.

Ella sin pensarlo un segundo y deseosa de ganar el concurso, le contestó: “Eso es negativo, Ramírez”.

Fernando no preguntó más y se perdió en las sombras de la noche. Carmencita quedó en descubierto y no volvió a jugar a los aguinaldos.

 

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