Por Guillermo Romero Salamanca

A las 6 de la tarde, Paula inició sus labores en el hotel. Ese día era especial:  debía alistar las mesas para la celebración de la Nochebuena de unas 400 personas. Después del aseo del gran salón, colocó los manteles, luego las servilletas y los arreglos florales. Otra compañera dispuso los cubiertos, mientras les daba un toque adicional de limpieza y un mesero brillaba las copas de vino, güisqui y agua.

Después de este trajín pasó a la cocina donde Paula contribuyó con los preparativos según las instrucciones del chef. “Lávense bien las manos”, les dijo a todos y agregó: “esta noche tenemos que lucirnos”. Las señoras se prepararon con sus delantales, tapabocas y cofias y emprendieron su nueva tarea: pelar papas, cortar cebollas, picar tomates, alistar ollas, cacerolas y atender las instrucciones del jefe.

Todos estaban alertas y a las 9 de la noche comenzaron a llegar los comensales. Quince minutos después, la orquesta comenzaba a dar los primeros toques para alegrar a empresarios, ejecutivos, empleados de diversas entidades oficiales y uno que otro turista que disfrutaría de la fiesta.

En la cocina, las órdenes llegaban una tras otra y el estrés aumentaba minuto a minuto. Además del bufé navideño, las personas pedían costillas con salsas, camarones al ajillo, cazuelas de mariscos y porciones de paella. Los platos iban y venían.

Hacia las 10 y media de la noche Paula se preparó para una nueva tarea: colaborar con el lavado, secado y organización de la loza. Esa fue se labor hasta las 3 de la mañana. Al final, cuatro canecas de 120 litros casi se desbordaban con sobras de arroz, pastas, carnes, aves y pescados. Muchos de los platos, escasamente habían sido saboreados. Paula no daba crédito a sus ojos: nunca había sobrado tanta comida.

Se calcula que unas 120 toneladas de sobras de alimentos recogieron las empresas de aseo al día siguiente de la Nochebuena en Bogotá.

A las 12 de la noche, Paula escuchó al locutor que anunciaba la “¡Feliz Nochebuena!” y la gente se abrazaba y se daba plácemes. Ella seguía en su labor y apenas le alcanzó para decirle a su compañera de trajines: “Carmencita, felicidades”.

A las 4 de la mañana, la loza estaba lista de nuevo para otra celebración. Ahora vendría otro arreglo del salón. Rápidamente las dos mujeres recogieron los manteles y servilletas y los echaron en unos vagones dispuestos para tal fin.

Un rato después, el chef se acercó a ellas y les dijo: “nos sobraron del buffet varios alimentos como arroz, papas y algunas frutas ¿se las quieren llevar?”. Tanto Carmen como Paula asintieron con felicidad y se dispusieron a empacar en bolsas plásticas y en cajas los obsequios.

Casi a las 6 de la mañana las dos compañeras salieron rumbo a Transmilenio. Caminaron las seis calles hasta la estación de la calle 127. Las dos, casi dormidas, consiguieron sillas y se dijeron: “uff, por fin un rato sentadas”. Estaban agotadas por la exigente jornada laboral.

En el camino, Paula veía a decenas de habitantes de calle, que presurosos, recogían decenas de envoltorios de regalos, regados por las calles. Eran montones de papel que iban acumulando. Otros deambulaban con sus botellas de licor y seguían gritando a pesar del frío. En la calle 19, dos mujeres peleaban por un hombre. Era una de las 1.569 riñas que se registraron en la capital del país la noche que celebra el nacimiento del Niño Jesús.

En la calle 40 sur, las dos mujeres se despidieron. Paula debía esperar otro transporte. A las 7 y media, llegó al portal del Tunal. Quince minutos después se trepó en un alimentador que la llevó hasta Sierra Morena. Hacía un frío penetrante cuando logró un puesto en un todoterreno que la llevaría hasta el sector de La Isla en Cazucá, Soacha.

Aunque cansada, seguía caminando. Ese ese su recorrido diario del trabajo a la casa y viceversa.

Allí volvió a cargar su maleta pesada y emprendió por el camino polvoriento que a esa hora era acompañado por unos cuántos borrachitos y unos niños que estrenaban sus juguetes. A las cinco calles procedió a descender por una pendiente hasta la calle principal de su barrio, lleno de casitas hechas con trozos de maderas y latas.

Una callecita del barrio El Progreso en Cazucá, Soacha. Foto Guillermo Romero Salamanca.

En una esquina, un grupo de muchachos que consumían marihuana y bazuco la miraron alegres. Jaime, el jefe de la gallada se alegró más. Saltaron hacia ella. “¿Cómo nos fue anoche?”, le preguntó el más alto. A ella le produjo una tristeza saber que toda la noche estuvieran consumiendo vicio. Les entregó un paquete grande con arroz, papas, carne y algunas verduras. Judith, la mujer de Jaime, les alcanzó toda clase de tiestos y les fue repartiendo las porciones.

Paula siguió su camino y se acordó que Mariela tenía una nueva nieta y golpeó en la puerta de su casa. Escuchó al fondo el llanto de la pequeña y cuando al rato le abrieron, sin chistar palabra, les entregó una bolsa. Sabía que no habían comido esa noche.

Minutos después llegó a su residencia. Puso la maleta en el piso. Buscó unos platos y sirvió los trozos de jamón, queso y algo de frutas como uvas y fresas. Su mamá se puso feliz, su hijo Santiago despertó para probar el manjar. Paula dejó el arreglo floral en la mitad de la mesita improvisada y doña Eva manifestó: “Señor Dios Omnipotente, te damos gracias por esta comida que hoy nos has proporcionado. Agradecemos las bondades de la vida y te ofrecemos nuestros pequeños sacrificios”.

–¡Feliz Navidad hija!, agregó en medio de su llanto.

–¡Feliz Navidad, mamá”, le contestó Paula sollozando y abrazó a su hijo, quien de inmediato le preguntó: “Mamá: ¿dónde están mis juguetes?”


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