Por Guillermo Romero Salamanca

Una de las historias que le fascinaba contar al inolvidable Jaime “el flaco”  Agudelo, relataba la historia de unos mocitos que estaban al frente de una reja de una casona y trataban de tocar el timbre. Se impulsaban y no alcanzaban. En esas peripecias, pasó un viejito, con bastón, con paso lánguido y, de acomedido, les hizo el favor de pulsar la alarma. En ese momento, los jovencillos salieron a correr y el anciano se quedó desconcertado, hasta cuando uno de los pillos le dijo: “! Ahora piérdase a toda velocidad, porque ahí sueltan unos perrotes de metro y medio!”.

En Colombia, cada 28 de diciembre, se conmemora el Día de los Santos Inocentes. La historia cuenta que unos magos visitaron al rey Herodes y le contaron que visitarían al Mesías, pero después se dieron cuenta que habían cometido un error, porque en realidad el soberano quería asesinarlo. Entonces los magos le dijeron que ubicarían el sitio donde se encontraba, lo visitarían y de regreso le contarían los datos con la dirección. Sin embargo, los magos, una vez hicieron sus ofrendas, se devolvieron por otro camino, jugándole una trastada al emperador. Entonces Herodes mandó matar a todos los pequeños menores de dos años. Fueron víctimas inocentes.

Colombia no se apartó de esta conmemoración y durante años han hecho las típicas bromas. En las tiendas de la esquina era común llenar una botella de agua y cuando llegaban los madrugadores clientes deseosos de aliviar el frío con un “bajo”, les daban una copa con el líquido sin alcohol. Cuando se despachaban garganta abajo el trago y notaban la extrañeza, le soltaban la frase: “!Pásela por inocente!” y las risas eran generales. Esperaban la siguiente víctima y así se iban unas dos horas de relajo.

Otra típica era poner bolsas o costales sin fondo y cuando llegaban a llenarlos, pues la mercancía pasaba derecho. Una más, era ubicar baldes en la parte superior de las puertas y cuando el visitante las empujaba, ¡Zas!, la lavada era general.

Chicles negros que tinturaban la dentadura de sus víctimas, monedas pegadas al piso, sillas con una pata serruchada, saleros repletos de azúcar o al revés, echarle agua al interior de las botas plásticas entre los obreros, pintarle al borrachito la cara con labiales, pegarle tarros en el parachoques trasero del vehículo para producir ruidos extraños y decenas de ingenios más.

En Colprensa, el periodista económico José Ramón Núñez se gozaba las chanzas. Con una gran diferencia: las hacía durante todo el año. Quizá el 28 de diciembre era cuando hacía menos guasas.

La mansarda donde estaba la agencia tenía una pequeña azotea y cuando alguien salía allí, José Ramón, a quien le decían “camión”, le cerraba la puerta y la víctima quedaba metido allí. Al principio no se inmutaba, pero pasados unos minutos, comenzaba a desesperarse. José Ramón se reía con esa picardía.

A las seis de la tarde, cuando estaba la agencia en su mayor agite y Aura Rosa Triana, la secretaria se iba para su casa, no había quién contestara el teléfono, entonces comenzaba a repicar el 2-45-45-45 y camión desde su escritorio gritaba: “!Colprensa!” y daba  a entender que recibía la llamada, pero nunca levantaba el auricular.

Llegaba a la oficina dando noticias falsas como: “Yo creo que irá mucha gente al entierro de Cochise”. No faltaba el que preguntara: “¿Se murió?”, y José Ramón contestaba al segundo, “cuando se muera”.

En Pacho, Cundinamarca, había un guasón que gozaba con sus chanzas que molestaban a propios y a extraños a tal punto que llegaron a prohibirle que siguiera con esos juegos. Una de las más famosas historias –que llega a ser una simple especulación— lo publicó http://humodelbueno.blogspot.com.co: Un Día llegó un turista al mencionado pueblo y le advirtieron las autoridades del lugar fue «tener mucho cuidado con las famosas chanzas pachunas».

El turista estuvo alerta todo el día pero no ocurrió nada en particular. Llegó al hotel y se acostó tranquilamente. Al otro día al despertar observó que tenía un ladrillo atado con un cordel sobre el pecho. Tomó el ladrillo, lo observó y sin notar nada especial en él, se dijo para sus adentros: – Que broma tan estúpida -, y lanzó con fuerza el ladrillo por la ventana.

Lo que el turista nunca pudo imaginar es que el otro extremo del cordel… ¡estaba atado a sus testículos!

 

 

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