Por Carlos Alfonso Velásquez

Las declaraciones del expresidente Pastrana ante la Comisión de la Verdad hicieron que volviera a la agenda pública el Proceso ocho mil. Y a raíz de ello varios de mis exestudiantes de Comunicación Social y Periodismo que no vivieron esos aciagos años (1994-98) y hoy en día ejercen su profesión, me formularon la pregunta del titular. Entonces paso a responderles a ellos y a los colombianos que quizás se están preguntando lo mismo.

Debido al Ocho mil nos dimos cuenta de hasta qué punto el relativismo ético y moral que paulatinamente se instaló en nuestra sociedad, permitió que una mafia como la de Cali llegara a ser decisiva en la elección de un presidente de la República y, al menos, entre 10 y 20 Senadores. Y si tenemos en cuenta los funcionarios designados por aquellos elegidos, vimos cómo el cartel de Cali llegó a convertirse en una especie de “Leviatán en la sombra”, casi que más influyente que el poder legal del Estado mismo. La gravedad del asunto llega a la mente al preguntarse ¿cómo es posible que un presidente haya aceptado la “ayuda” de narcotraficantes, después de que fueron ellos mismos quienes asesinaron a cuatro candidatos presidenciales, siendo el último Luis Carlos Galán, e incluso por accidente o equivocación, casi matan al mismo Samper en el aeropuerto El Dorado?

Sin embargo, la apertura del Ocho mil marcó el principio del fin del Cartel de Cali cuya cúpula solo un año después estaba o muerta o en la cárcel. Es que se trató de un golpe que desbarajustó irreversiblemente su centro de gravedad, constituido por la “malla protectora” proveída por funcionarios públicos de alto nivel que miraban mucho más a la “narcoguerrilla” como el problema de orden público más desestabilizante, que a las cabezas de la mafia y su círculo de autoridades sobornados.

Pero al observar la actuación de los políticos de profesión implicados de una u otra forma en el Ocho mil, se puede colegir que el “juicio” al expresidente Samper, que culminó en “preclusión” y no en “absolución”, fue el que, ni siquiera disimuladamente, sentó un precedente nefasto para la ética política al hacer desaparecer el concepto de responsabilidad política. Es que con la venia del Congreso y quizás de la Corte Constitucional, los abogados de Samper trastocaron el juicio político por indignidad por uno jurídico de culpabilidad, buscando con lupa la “prueba reina”. Como si las mafias hicieran firmar recibos para dejar constancia documental de sus sobornos. De ahí que la semana anterior la ministra de las nuevas generaciones, Karen Abudinen, ni siquiera bajara el tono de la voz cuando sostenía que si renunciara al cargo estaría favoreciendo a los corruptos.    

 En fin, también la corrupción se resiste a desaparecer del ámbito de las campañas políticas. No es sino traer a colación la “corrupción sofisticada” irradiada desde Odebrecht y de casos como el del Ñeñe Hernández en las últimas campañas presidenciales. Así pues, sigue el relativismo moral campeando en el “país político” con sus consecuencias en la sociedad. He aquí uno de los problemas críticos que urge solucionar.

Es por todo lo anterior que en el proyecto político “Concordia Nacional” hay una línea de acción que correrá transversal al logro de las metas. Se trata de elevar la temperatura ética de todos los funcionarios públicos, esperando que de esta manera esa temperatura elevada se irradie, sin prisa, pero sin pausa, a toda la sociedad empezando por los centros educativos de los distintos niveles.

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