Por Guillermo Romero Salamanca

–Cucho, me dijo el joven de unos 23 años, ¿eres acaso periodista?

–Sisas, mi causa, le contesté para ponerme al mismo nivel.

–Eso del periodismo está out. Ahora la onda es ser influenciador.

Quedé como la historia del Calabacito Alumbrador, recordada canción de Calixto Ochoa, que cuenta la historia del compae Menejo, un montañero, que nunca había visto luz eléctrica en su vida. Y una vez salió del monte para Sampués  y allí no hallaba qué hacer, cuando vio la luz prendida.

Este nuevo siglo trajo consigo nuevas jergas, pero sobre todo, nuevas profesiones. Las Facultades de Comunicación Social se quedaron cortas y sólo dictan algunas charlas sobre las redes sociales. Los periodistas quedamos sorprendidos cuando llegaron los Comunicadores Sociales y después, los Comunicadores Empresariales.

Hasta ahí, más o menos se entendía que un periodista estaba ceñido a la verdad, a la investigación y a informar lo más ético posible, mediante la objetividad y la imparcialidad.

Ahora se buscan personajes que llaman “influenciadores” que los contratan para que a través de las redes sociales, sobre todo Twitter e Instagram, lleven mensajes sobre diferentes productos e ideas. No les interesa si hacen un “meme”, “una historia”, una foto, si éticamente redactada. Simplemente, que le llegue a un buen número de “seguidores”. Muchos de ellos son, por lo general populistas y hacen canjes en hoteles, comidas o prendas de vestir.

En el mismísimo Palacio de Nariño, la jefatura de prensa está cercada por un grupo de influenciadores que llevan datos sobre los que están diciendo en redes sociales. Por eso un día se le vió al presidente aplaudir a la seudo cantante Daneidy Barrera y cantando “Eh, eh epa Colombia” en la pasada Copa América.

Los influenciadores pueden ser publicistas, vendedores, comunicadores, arquitectos, modistos, ingenieros de sistemas o cantantes. No existe un código de ética, por ejemplo.

La cantante de tecnocarrilera Marbelle vende fajas por la cantidad de seguidores que tiene en las redes, por ejemplo.

Las marcas buscan a estos influenciadores para informar, vender, convencer, causar polémicas y seguidores. Las campañas políticas ya no le prestan tanta atención a los manejadores de imagen y jefes de prensa, sino a estos personajes que buscan tendencias. Por eso se ve a los candidatos aplaudir que haya consultas populares en todo el país en contra de la minería. No han analizado las consecuencias. Simplemente se llevan la información por el mayor número de seguidores de un “influenciador”.

Por eso califican de “bruta” a una persona, de cucho a un periodista o simplemente de retrógrado a quien pague un pasaje en TransMilenio.

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