Por Guillermo Romero Salamanca

Miguel Ángel Calero volaba. Cubría con sus prolongados brazos y sus estiradas piernas los arcos que defendía, atajaba penas máximas claves para definir campeonatos, saltaba más que ninguno, metía golazos de cabeza, animaba a las barras y gritaba a sus defensas para que estuvieran atentos. Fue el guardameta ideal para cualquier equipo. Se llevó inimaginables honores para un cancerbero. Era el guardapalos que cambiaba los llantos por sonrisas y las amarguras por los dulces sonidos de un gol.

Calero se pudo equivocar muchas veces, pero nunca dudó a la hora de lanzarse a una esquina, saltar para apuñetear un balón y despejar el área. Era flexible como un felino, sagaz como un zorro, dominador como un cóndor.

Miguel Ángel Calero, el show Calero, disputó 945 partidos, récord hasta ahora inalcanzable en el fútbol nacional.

Fredy Maffla, un hincha furibundo del Deportivo Cali, estaba en el Pascual Guerrero cuando Calero llevó a su equipo al título de 1996. “Se me humedecen los ojos cuando recuerdo aquel día. Habían pasado 22 años sin ver la ver la gloria. Calero lo fue todo para el equipo, impulsaba, trabajaba, animaba, era un gran ser humano, pero sobre todo nos dio muchas satisfacciones a quienes vivimos este deporte”.

Además de “cóndor” y “show Calero”, el otro apodo que le hubiera quedado bien era el de Campeón. Lo fue con el Cali en el 2006, con el Nacional en el 2009 y con el  Pachucas de México en el 2003, en el 2006 y en el 2007.

Obtuvo títulos internacionales como Copa Merconorte con el Atlético Nacional en 1998, Copa América con la Selección Colombia en el 2001, Copa Concacaf con el Pachuca en el 2002, 2007, 2008 y 2010 y la Súper Liga Norteamericana con el Pachuca en el 2007.

Nació el 14 de abril de 1971 en Ginebra, Valle del Cauca, tierra del famoso Festival del Mono Núñez, cocina de espléndidos sancochos de gallina, cuna de brisas con olor a caña de azúcar y fraternidad por doquier.

Desde muy pequeño mostró sus destrezas para el arco y fue formado en la Escuela Carlos Sarmiento Lora. A los 15 años ya disputaba puesto con otros dos grandes del fútbol colombiano: Óscar Córdoba y Faryd Mondragón.

La Escuela Sarmiento Lora había hecho un negocio bien particular con al Real Independiente de Ginebra donde lo descubrieron: les dieron diez balones, uniformes y 150 mil pesos. Pero al que le van a dar le guardan. Calero encontró a un ángel de la guarda: Reynaldo Rueda, el hoy finalista de la Copa Suramericana con el Flamengo de Brasil, campeón con Nacional y director técnico de las selecciones de Colombia, Ecuador y Honduras.

El profe Rueda dictaba clases en el colegio Mayor de Yumbo, la capital industrial del Valle del Cauca –tierra de Rosemberg Pabón el mal recordado “Comandante uno” del grupo guerrillero M-19– donde adelantaba el bachillerato Miguel Ángel Calero.

En una edición de la revista “El Cali”, el licenciado en Educación Física y Salud en la Universidad del Valle lo recordó: “Recogía a Miguel todos los días a las 6:15 de la mañana en Santa Librada, ya que él vivía en La Loma de la Cruz, gracias a un cuarto que le pagaba la Escuela Sarmiento; llegábamos tipo 7 al colegio, a las 12:40 p.m. salíamos y lo dejaba en su casa a la 1:30 p.m. Luego nos veíamos de nuevo a las 3:00 p.m. en las canchas panamericanas. Fui su chofer durante 10 meses”.

Pero en esos recorridos la cátedra sobre fútbol era grande, comentarios sobre el Deportivo Cali, las nuevas noticias de El América, los sufrimientos de la Selección y, de pronto, sobre el futuro de cada uno de ellos con la esperanzadora frase: “Que se haga lo que Dios quiera”.

Y Dios lo quiso.

El 4 de julio de 1999 fue histórico. Se jugaba la segunda fecha del Grupo C de la Copa América, en Paraguay. Partido: Colombia versus Argentina. En el arco Miguelito Calero. Al frente del equipo albiceleste, el mono Martín Palermo. Minuto cinco y penalti errado por Palermo. Le pegó en el palo. Minuto 76 otro penalti y el argentino lo mandó a las nubes. Al final, otro penalti. Cobra el goleador del Boca Junior y Calero le adivina las negras intenciones. Por el país anotan Córdoba, Congo y Montaño. Tres a cero, pero Palermo estaba de manicomio.  

El guardavallas triunfó en Colombia y en México se volvió un ídolo. Le dieron hasta la nacionalidad. Lo querían. Lo estimaban como el salvador en los momentos difíciles. Le veían atrapar balones imposibles, atajar pelotazos que deseaban romper su red, pero él, con su infaltable cachucha sonreía después de cada jugada. Una vez, faltando unos segundos para terminar un partido clasificatorio contra el Atlas, se metió en la montonera, despistó a los defensas y Aquivaldo Mosquera metió un gol con un cabezazo limpio, abajo, humillando al portero y a la fanaticada roja. Los locutores narraron la diana como si fuera del Show Calero, lo ensalzaron, lo subieron a las nubes, pero después, cuando ya todo el estado cambiaba el llanto por la felicidad, aclararon la situación.

El 25 de noviembre del 2012 se despertó, bajó unas escalas de su casa y sintió unos mareos. Se lo dijo a su familia, pero en un principio no le creyeron. Después se asustaron cuando el “show” Calero no podía caminar. Lo llevaron en el carro del vecino al hospital. En el camino sufrió un infarto, se superó pero días después tuvo una recaída y el 4 de diciembre marchaba al cielo de los ángeles.

Sus seguidores en el Pachuca le rindieron el más sentido homenaje en la cancha donde tantas veces les dio glorias. Le cantaron los himnos del equipo. No lo entendían y con profundos sollozos despidieron a su arquero. Desde ese momento, el número 1, nunca más volvió a utilizarse en ese equipo, porque el primero, el más grande, era imposible de reemplazarlo.

En Colombia, Reinaldo, quien había sido el chofer de Miguel Ángel, le rodaban gotas saladas por su mejilla. ¡Cuántas emociones le había dado su pupilo de Ginebra!

 

 

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