Por María Angélica Aparicio P.
“Ligero de Equipaje” llegó a mis manos, hace tiempo atrás, como un libro de reflexión. El autor, Tony de Mello, aconsejaba dejar las cargas emocionales disfuncionales; botar a la caneca las ideas inservibles, aquellas que hacían de nuestra vida algo tóxico, dañino y aburrido. Su recomendación más traviesa era hacer limpieza general de nuestra mente.
La propuesta sonaba a sacar los chécheres de los baúles y retirarlos de su cómodo interior; sonaba a regalar la mitad de las cosas y dejar ordenadamente, lo mínimo. Pero no se refería a tirar los objetos, ni los adornos, por incómodos que fueran. Hacía referencia a las malas ideas, las interpretaciones erróneas, las suposiciones que agotaban el cerebro, los sentimientos cargados de polarización y escasos acuerdos.
Deshacernos de los sermones, las frases y las palabras dañinas, eso era. Un barrido cerebral del tamaño de las extintas Torres Gemelas de Nueva York para florecer con repuestos nuevos y energía renovable. Era una invitación extraña, sí, pero inducía a aligerar las cargas delirantes como una prioridad necesaria para nuestra salud mental. Pensé en las maletas que los viajeros transportaban en otras décadas cuando iban de un país a otro, en misión de pasar unas socarronas vacaciones.
Relacioné el texto de Tony de Mello con la historia de los viajes. Llegué a este tema convenciéndome de que viajar a otros países acarreaba una empresa descomunal: presencia en las agencias de viaje, compra de tiquetes, visita a las embajadas para pedir la visa, maletas abultadas, paseo hasta el aeropuerto, filas eternas frente a la aerolínea contratada, en fin. Una odisea de horas interminables.
En nuestros viajes clásicos de los años 70 se involucraban los abuelos, los vecinos de las casas contiguas y hasta los conocidos en alguna fiesta. Todos ofrecían el servicio de taxi para llevar a los escasos paseantes -pocos eran los que viajaban- hasta el terminal aéreo que, entre otras, se localizaba en la punta extrema de las ciudades. El día del viaje había que madrugar, vestirse con ropa cómoda, revisar los pasaportes y los documentos, escuchar las órdenes, y correr, a toda mecha, cuando llegaba el bendecido taxi particular.
Hoy corren otros tiempos para visitar países que se encuentren lejos o cerca de nuestra órbita. El gran invento del internet ha permitido reducir el fastidioso papeleo impreso y las carreras desenfrenadas a la hora de viajar. Ha disminuido los tiempos y, fortalecido, con mayor placer, el interés por los viajes a nivel de planeta.
Dejar las ideas que ensombrecen -como proponía Tony De Mello- es sinónimo de viajar sin tanto bulto encima. Actualmente, un morral sin costuras zafadas, un celular, gafas, un bloqueador, un buen sombrero y unos tenis acolchados con suela de goma, bastan para recorrer otras calles, otras costumbres, la gastronomía local, los monumentos labrados en hierro o madera, y los espacios de entretenimiento de cualquier rincón del mundo.
Hoy aprendemos a viajar de otro modo: Sin sobrecarga y con menos ropa encima. Menos compras en los países donde arribamos. Más investigación de los sitios a conocer, y mejor dominio de la ruta trazada. Ya podemos crear nuestro propio itinerario y escoger los países que soñamos visitar. No hay que pagar extras para que nos armen un viaje con horarios fijos y guías parlanchines, al otro lado de los océanos.
Para algunos ya sobran las agencias de viajes, los traductores nativos para descifrar los idiomas ajenos a nuestra lengua de origen, los folletos turísticos que proporcionan los hoteles, y los volantes callejeros. El turismo ha reverdecido tanto, que el mismo excursionista puede organizar su viaje a cualquier continente. Se ha cortado la dependencia vertical entre viajero y vendedores turísticos. Hoy se ofrece a los ciudadanos mayor autonomía y relax en sus aventuras.
Viajar por cuenta propia constituye una hazaña de primera clase. Empezando por la revisión que ahora hacemos de los aeropuertos: tamaño del complejo con sus pistas de aterrizaje; decoración, salas vip, restaurantes y bares, cafeterías, mobiliario, comodidad y atención. Hasta se comparan unos aeropuertos con otros. Lo mismo hacemos con los hoteles, los hostales y las casas de albergue temporal. Luego nos lanzamos al interior de las ciudades, que ya empiezan a transformar sus fondos opacos en zonas verdes que resplandecen con el sol.
Los periódicos impresos y digitales colaboran para informar de lugares increíbles que abarcan desde lo exótico y bello hasta lo más ruidoso y congestionado. Detallan además los platos típicos, los bailes, los eventos fuera de serie, las excursiones sostenibles, las galerías de arte al aire libre, y las maravillas que pueden apreciarse bajo el agua salada de los mares.
Con leer, evaluar los costos y planear, ya se puede abordar directamente un crucero de siete pisos, o las aerolíneas indicadas para conocer otros territorios. Hay más libertad, más capacidad de decisión frente a las rutas. Lo nuevo, si, son los viajes centrados en la naturaleza para enamorarnos de los árboles, la fauna, las montañas, los recursos hídricos y la flora. Envolvernos en el manto de la biodiversidad está en boga, como también, debilitar la rígida cuadrícula que rige nuestros pensamientos.
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