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Auschwitz, un campo de reflexión

Por María Angélica Aparicio P.

El campo de concentración de Auschwitz suena a una historia que nunca acaba. Un sitio donde reina lo inexplicable. En los barracones que aún quedan en pie, se siente una tristeza profunda. También un silencio abismal. Fueron cientos las personas que murieron en las cámaras de gas y en las fosas comunes de este emplazamiento carcelario. Hombres, mujeres y niños murieron indefensos, sin ninguna clase de arma para enfrentarse a sus verdugos que actuaban como máquinas, algunos sin diferenciar nunca el bien del mal.

¿Pero qué importaba? Los verdugos eran los alemanes de la SS -escuadrones de protección- que dirigían Auschwitz. Se trataba de comandantes, oficiales y suboficiales que confiaban en las leyes del gobierno, en el orden, en la grandeza de Alemania bajo el mando de Adolfo Hitler, en las sustanciales recompensas que el régimen nazi les daría una vez terminada la Segunda Guerra.

Para estos paramilitares del Partido Nazi, los valores estaban en la obediencia al régimen y en el cumplimiento de las órdenes. Creían ciegamente en Hitler, en sus ministros y en los generales. Su tarea consistía en exterminar judíos, gitanos, cristianos, europeos del centro y oriente de Europa. Apretar el gatillo contra otro, o usar la porra con fuerza demencial sobre trabajadores agotados por el hambre, equivalía a rellenar dos obleas. Dar muerte a miles de seres humanos era como poner fin a una persona solamente. Así de simple.

El escritor Dieter Schlesak plantea en su libro “Capesius, el farmacéutico de Auschwitz”, los sucesos ocurridos en este campo de concentración antes de finalizar la guerra, cuando británicos, franceses y norteamericanos estaban distantes de ganar la contienda. Peleaban y resistían la lucha, pero se hallaban muy lejos de aplastar a los alemanes y quedar en la línea de los vencidos.

Los bárbaros nazis se desquitaron con los rumanos y, especialmente, con la gente que venía de la región de Transilvania -del centro del país-También lo hicieron con los húngaros y los eslovacos. En Auschwitz no tuvieron misericordia con estas sociedades. La población que llegaba en trenes era seleccionada de inmediato. En una plataforma se decidía a quiénes les prolongaban la vida y a quiénes no. Enfermos, mutilados, ancianos, niños pequeños, madres de familia sin carrera universitaria, o personas con aspecto de cansancio, pasaban al paredón. Así de sencillo.

Auschwitz se pobló de un gentío que hablaba ruso, húngaro, rumano, eslovaco, yiddish, polaco y hasta francés. Era una Torre de Babel moderna. Pero pronto los comandantes exigieron el uso exclusivo del idioma alemán bajo castigos muy severos; en ocasiones usaron la pena de muerte. ¿Morir por no dominar otro idioma? ¡Joder! Sin embargo, se impuso el alemán. El campo se llenó de mudos y rostros cabizbajos. Las órdenes se daban en alemán y los registros de los presos se escribían en alemán.

El escritor Schlesak detalla algunos espacios que componían este sitio infernal localizado al sur de Polonia, grande entre los grandes campos de prisioneros construido por los alemanes, donde nunca cesaron los horrores. Destaca la enfermería de la SS, los búnkers con sus frías cámaras de gas, los crematorios, las fosas de treinta metros de largo donde se amontonaban los muertos. Cada construcción se vigilaba con lupa las 24 horas del día.

El desplazamiento que hacía la SS hasta las cámaras de gas se realizaba en carro. Las cámaras se localizaban en el área de Birkenau, en el costado occidental de Auschwitz. Diariamente, cinco a seis vehículos estacionaban frente a las puertas. Se bajaban los observadores, que miraban las cámaras en pleno funcionamiento y desde un ángulo específico; y los oficiales, que subían a los techos para derramar el pesticida que acabaría con la vida de mujeres, hombres enfermos, niños y adolescentes. Aquello parecía los ensayos preliminares de una película de terror.

El Zyklon B era el gas mortífero que se esparcía desde distintos orificios del techo para envenenar a los trabajadores del campo. Se guardaban en latas herméticamente cerradas, que a su vez se depositaban en cajas de cartón. Las cajas se mantenían vigiladas, como diamantes, en la enfermería exclusiva de la SS. Muy pocos -entre médicos y farmacéuticos que trabajaban allí- conocían la existencia de estas latas y su verdadero contenido.

Antes de introducir el Zyklon B, las puertas de las cámaras de gas se cerraban; los oficiales pasaban el cerrojo y las atornillaron -tal era la inseguridad de los miembros de la SS que hasta esto hacían-. Se apagaba la luz. Las cámaras quedaron en absoluta oscuridad. La gente gritaba, los niños lloraban, los hombres llamaban a sus hijos. Se sentía el descontrol. Diez minutos después, el silencio envolvía el interior, mientras una montaña de cadáveres yacía quieta, ciega, sin ninguna muestra de vida.

Dieter Schlesak trae a reflexión el papel de Víctor Capesius en el escenario de Auschwitz. Conocido en Rumania como un farmacéutico destacado, terminó acusado de seleccionar a los judíos, gitanos y europeos que debían pasar a las cámaras de gas, cuando arribaban en tren a la estación del campo. Parado en la rampa junto a los vagones, Capesius -identificado por testigos sobrevivientes- esperaba a los capturados para determinar su suerte.

Dieter plantea que médicos y farmacéuticos tuvieron gran responsabilidad en el holocausto. Algunos eran alemanes que vivían en Europa Oriental -Hungría, Yugoslavia, Rumania- que prestaban el servicio militar obligatorio como miembros de la SS. Eran fieles a la demencia del Füher. Fueron reclutados y enviados a los campos de concentración para desarrollar las tareas propias del exterminio judío impuesto en Europa.

Tras la liberación de Auschwitz por los rusos y la denuncia de un prisionero sobreviviente, Víctor Capesius fue capturado por los británicos en 1945. Se trasladó al campo de Dachau, en Alemania, donde permaneció hasta 1946. Sometido a juicio, muchos testigos afirmaron que también se robaba, para beneficio personal, las joyas decomisadas a los presos. Más que la muerte de miles de inocentes, a Capesius le importaban sus maletas cargadas de dientes de oro y plata, las pulseras, los collares y los anillos, que les quitaban a los presos recién llegados al infierno de Auschwitz.

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