Por Hernán Alejandro Olano García
Colombia amanece cada día con nuevas cifras, gráficas y comunicados oficiales que pretenden dar cuenta de la evolución de la seguridad en el país. Sin embargo, más allá de los porcentajes y los balances institucionales, persiste una verdad inquietante: los ciudadanos nos sentimos cada vez más solos frente al delito, la violencia y la incertidumbre.
El Consejo Gremial nacional ha dado a conocer su informe trimestral sobre el “Panorama General de la Seguridad en Colombia”, realizado por su Observatorio de Seguridad, en el cual se revela un panorama mixto sobre la inseguridad en nuestro país, siguiendo varios capítulos como son los principales indicadores de criminalidad (homicidio, masacres, secuestro, extorsión y acciones terroristas), seguido de los delitos contra la vida (homicidio de líderes sociales, lesiones personales, violencia intrafamiliar y delitos sexuales) y, delitos contra la seguridad pública ciudadana (niños, niñas y adolescentes en grupos armados ilegales; delitos informáticos y, hurto a personas y comercio).
Aunque algunos indicadores muestran leves mejoras, los delitos más dolorosos —y más simbólicos del fracaso estatal— continúan en ascenso. Los homicidios aumentaron un 2 %, los secuestros un 22 % y el reclutamiento forzado de menores un alarmante 95 %. ¿Qué más señal se necesita para aceptar que hay regiones del país donde la ley no es del Estado, sino de los grupos armados?
La seguridad no puede medirse solamente por disminuciones estadísticas en hurtos o lesiones personales. ¿De qué sirve que el hurto a comercio baje un 56 % si el secuestro se reactiva o si 61 líderes sociales han sido asesinados en solo tres meses? Estos crímenes no solo atentan contra personas, sino contra la democracia misma. Cada líder silenciado es una voz colectiva que se apaga, y cada niño reclutado es un futuro destruido con la complicidad de la omisión.
Además, el miedo no es una cifra. El miedo es una madre que no deja salir a su hija después de las seis de la tarde. Es un comerciante que cierra temprano porque teme una extorsión, o vende sus productos tras un enrejado. Es un joven que decide no volver a su barrio porque las bandas han delimitado el territorio mejor que el mismo Estado. Es el peluquero que teme que un representante de la ley mate a su expareja en su negocio. Es el temor de transitar por las vías frente a los asaltos de diferentes grupos. Es el silencio cómplice que se instala cuando denunciar es más peligroso que callar.
La inseguridad estructural no se combate con comunicados de prensa o intervenciones ministeriales tras un atril, sino con decisiones políticas valientes. Mientras el informe propone recomendaciones necesarias —como la articulación institucional o el fortalecimiento de estrategias diferenciales—, los ciudadanos seguimos esperando respuestas visibles en toda la geografía nacional. Las cifras pueden sugerir avances, pero la percepción ciudadana va por otro camino: uno de escepticismo, miedo, resignación e impotencia.
No basta con reforzar la presencia de la fuerza pública en cifras. Se requiere presencia estatal integral: justicia efectiva, atención social, inversión sostenida y escucha real a las comunidades. No hay seguridad posible sin confianza, y hoy esa confianza está rota. No confiamos en que se hará justicia. No confiamos en que se nos protegerá. Y, lo más grave, no confiamos en que valga la pena exigir lo que por derecho nos corresponde.
El Estado no puede seguir delegando la esperanza en informes. La seguridad no es un tecnicismo, es una condición básica para vivir en paz, para gozar de ese derecho-deber de obligatorio cumplimiento como lo reza nuestra Constitución. Y si esa paz se sigue postergando, si la violencia se vuelve rutina, lo que está en juego no es solo la tranquilidad, sino el sentido mismo de nuestra ciudadanía y de nuestro existir en una nación inviable, polarizada y, al acecho de la delincuencia.
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