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El doctor Fernández: Pura enseñanza en el diario trajín del periodismo

Por José Orellano

‘El turi’ me permitió el ingreso, pero Juanbé me concedió, con inusitado entusiasmo, el beneplácito, gracias a un asunto gramatical: la precisión en la escritura de su apellido polaco.

Para ingresar a El Heraldo de Barranquilla —21 de agosto de 1973—, ‘El turi’, desde su oficina en Inversal, me dio el aval el mismo día en que, hasta donde él, en búsqueda de empleo, me había llevado el reportero gráfico Álvaro Ojeda, jefe de fotógrafos del periódico.

“De una vez, ve a trabajar esa crónica”, me dijo ‘El turi’ luego de haberle contado que, entre mis apuntes, guardaba la historia de una señora Orellano Arellana, de Galapa, de 103 años —que nada tenía que ver conmigo—, relato que no había podido escribir para Diario del Caribe, de donde acababa de salir. Aún no era mediodía. Y, como es de suponer, me fui de largo: no almorcé.

Días después se formalizó mi contratación. Mientras tanto, para el mundo se acercaba un acontecimiento que llevaría a la renuncia de Juan B. Fernández Renowitzky, Juanbé, a la Embajada de Colombia en Chile. Distinción por la cual su hermano menor, ‘El turi’, fungía como director (e) de “el periódico de la calle Real” —para entonces—, entre La Paz y Progreso, calle 33, entre carreras 40 y 41 de ‘La arenosa’.

No había transcurrido un mes de mi vinculación con ese “Diario de buena fe”, del cual era director-consejero Juan B. Fernández Ortega, primera generación —padre de la frase—, cuando estalló el hecho que haría retornar a Barranquilla a su hijo mayor, segunda generación, para que, de contera, se fuera a retomar, de tiempo completo, la dirección de El Heraldo.

11 de septiembre de 1973. La Casa de la Moneda en Santiago de Chile es tomada por asalto militar y el presidente socialista Salvador Allende decide suicidarse—eso cuenta la historia—. Golpe de Estado que le permite a ‘El boina’ Augusto Pinochet asumir de hecho la presidencia e instaurar una cruenta dictadura militar que se extendería hasta 1990.

Salvador Allende, presidente socialista, víctima mortal en el golpe de estado de ‘El boina’ Augusto Pinochet.

—Usted es uno de los nuevos en la Redacción —me dijo Juan B. Fernández Renowitzky, el mismo día que retomó las riendas del diario—. He leído la carta que me escribió y tengo que felicitarlo: confirmo su contratación, usted escribe correctamente mi segundo apellido, el de mi madre.

Con el paso de los meses, quizás un año después, consolidada la confianza, Juan B. Fernández Renowitzky, en charla muy íntima, me revelaría que no admitía en su empresa informativa a quienes no fueran precisos con la escritura de su apellido. “No se puede confiar en quienes no saben escribir el apellido del jefe”, me dijo. “Imagíneselos cubriendo una cumbre de presidentes del mundo. Es que escriben a la ligera, no confirman, no confrontan, no se releen, todo lo hacen por salir del paso”.

Esa vez me contó también que iba a sentarse a organizar un libro sobre su experiencia como Embajador durante el tiempo que alcanzó a estar allí con Pinochet como tirano chileno y que le dedicaría un capítulo al comportamiento de Gloria Gaitán frente a la puerta de la Embajada y de la casa que él habitaba como diplomático. La idea no cristalizó.

Juan B. Fernández Renowitzky, faro de verdad en la memoria colectiva.

El Muelle Caribe no es un medio noticioso y su director no se especializa en biografías. Razones por las cuales, a raíz del fallecimiento —a los 99 años— de Juan B. Fernández Renowitzky, intento, en el día D, una necrológica con algunas anécdotas y vivencias junto a “nuestro gran maestro, compa”, como me escribió José Bolaño Cienfuegos al compartir la aflicción que nos causa este deceso: “Nosotros fuimos unos privilegiados”, agregó… “¡Qué dolor inmenso!”.

Muy privilegiados, tocayo, sin el mínimo ápice de duda. Juan B. Fernández Renowitzky fue para mí mi Gran Maestro. Tanto en la producción del día a día, como en lo ético, y en especial en sus indicaciones para ejercer el delicado manejo de la información de farándula, el cuento del espectáculo, en épocas en que la payola hacia estragos en la radio.

La muerte de Juan B. Fernández Renowitzky… Un fallecimiento que es silencio, una obra que ha de ser permanencia. Para mí, él era enseñanza pura en el diario trajín del periodismo.

Gracias a una relación de casi un cuarto de siglo con El Heraldo —1973-1997, con salidas que iban y regresos que venían—, algo más de 20 años discontinuos en cargos de dirección y manejo, con paso por Edicosta —en un tiempo editora del diario—, me dan licencia para contar un puñado de hechos dados durante el discurrir de nuestra relación profesional.

Noticia de primera plana tenía que ser, necesariamente, aquel vendaval que sacudió a Barranquilla cualquier noche lluviosa. Con una fotografía abriendo portada —yo era coordinador de redacción— destaqué el hecho en mutuo acuerdo con el director. Sorpresa grande la mía a la mañana siguiente cuando tomaba el desayuno y el voceador del pueblo, de plena confianza en mi casa en Soledad, me llevaba un ejemplar hasta la mesa para restregarme en la cara un tremendo error: resplandecía la palabra ¡bendabal! Y yo, que me había lanzado a titular con un solo vocablo. A las volandas salí para el diario y, lo sospechado: ya el doctor Fernández —me lo dijo el portero al llegar— estaba esperándome desde hacía largo rato en su oficina del tercer nivel.

Juan B. y Arturo Fernández Renowitzky. En ausencia del primero, ‘El turi’ asumía la dirección de El Heraldo.

—¿Cuál buenos días? —me espetó como respuesta a mi saludo, sin levantar la vista clavada en el ejemplar lingüísticamente averiado—. ¡Explíqueme esto! —Y su índice derecho apuntaba al “esperpento idiomático”, mientras que en las comisuras de su boca se notaban pequeñas costras de saliva.

—Nada tengo que ver —le dije. Y lo convencí de que fuéramos a comprobarlo, bajando a talleres.

A cuatro manos revolvimos el alboroto de cuartillas y tiras largas de papel de teletipo escritas por ambas caras: original en tinta morada de las agencias internacionales de noticias y envés con textos en negro, mecanografía informativa de los redactores del periódico —lejos aún de la informática, de alguna manera se reciclaba—, más pedazos de papel cortado con títulos y leyendas, hasta que encontramos el que nos interesaba: “¡Vendaval!, 24 puntos, título pie de foto, 1a.».

Volvimos a su oficina y el director escribió un curioso memo de despido con justa causa: “Ha sido tan fuerte, pero tan fuerte este ‘bendabal’, que lo arranca a usted de su puesto y lo manda directo a su casa”.

No sé si mi director se lo entregó finalmente a aquel corrector de pruebas que, por la circunstancia que fuere, no atajó, como era su obligación, el garrafal “metidón de patas” del operador de la tituladora Ludlow de aquel tiempo, pero lo cierto es que al hombre no volví a verlo por las instalaciones del periódico.

“Tocayos”, así se llamaban Juan Gossain y Juan B. Fernández Renowitzky. Gossain, hoy día, seriamente afectado en su salud.

En El Heraldo de la calle Real, a mis 28 años, ya llevaba tres coordinando la jefatura de Redacción —en ese lapso, durante largos meses fui asistente de Juan Gossain— y el comerciante y empresario de las comunicaciones Roberto Esper Rebaje se había enamorado de mi trabajo. Me coqueteó con insistencia hasta convencerme de que me uniera a su proyecto de regalarle otro diario impreso a Barranquilla en su aniversario 166: 12 mil pesos de sueldo, 8 mil pesos por debajo de la mesa y un programa de radio, fue el arreglo. En El Heraldo ganaba 5.000. Al leer mi carta de renuncia, con el 30 de noviembre de 1978 como fecha para hacerse efectiva, el doctor Fernández me llamó a su oficina y me dijo: “Te puedo pagar los 12 mil, podemos negociar los 8 mil por debajo de la mesa, pero yo no tengo emisora”. Olguita Emialini, que ya era mano derecha de Juanbé —y mi madrina de mi segundo matrimonio—, me dijo: “Ore, esta no te la perdono”.

En condición de jefe de redacción me fui a montar el diario La Libertad —lo fundamos el 7 de abril, día de Barranquilla, año 1979— para estar solo siete meses allí y de alguna forma volver inmediatamente a El Heraldo como independiente, perdonado por Olguita, vendiéndole al diario columnas, crónicas, reportajes, fotografías, noticias y fotos, hasta junio de 1981, cuando —ya en ‘Medio paso’— regresé a la planta, por los lados de Edicosta, de nuevo como coordinador de Redacción-jefe de Producción, hasta cuando volví a irme y llegué a una segunda etapa con El Informador de Santa Marta.

Gabriel García Márquez, Juan B. Fernández Renowitzky, Germán Vargas Cantillo y Alfonso Fuenmayor: intelectualidad Caribe, ahora reunidos en la Eternidad.

Menciono este pasaje, porque hasta ‘La bahía más bella de América’ fue el doctor Fernández, tras haberme convocado telefónicamente a una reunión con él y un grupo de asesores en la pequeña oficina que El Heraldo tenía en el Centro Histórico de la capital del Magdalena. Esto se daba sobre la base de las excelentes referencias sobre mí, dadas por Bolaño Cienfuegos, samario, quien devolvía un favor: mis recomendaciones que años antes yo le había dado de él al director para que lo hiciera otro empleado suyo de plena confianza.

En aquella reunión, Juan B. Fernández Renowitzky me entregó la responsabilidad de dirigir el ambicioso proyecto ‘El Heraldo del Magdalena Grande’, integración periodística Magdalena-Cesar-La Guajira, desde una inmensa casa en la avenida El Libertador como sede propia, seis redactores y dos fotógrafos en Santa Marta, equipos similares en Riohacha y Valledupar, corresponsales en diferentes municipios, y una móvil de dotación con conductor a bordo. Los textos, fotos y diseños manuales viajaban por télex y fax a Barranquilla, donde Edicosta imprimía y distribuía entre 3.500 y 4.000 ejemplares diarios, una excelente cifra en circulación.

Transcurrían los meses, pasó el año, vinieron más meses, se gastaba papel, full papel, tinta y otros insumos, más los salarios de la nutrida nómina, pero la pauta publicitaria no se movía y la venta de los ejemplares en circulación por Magdalena, Cesar y La Guajira no alcanzaba para cubrir gastos.

—Orellano-Orellano, puedes venir mañana a Barranquilla —me dijo cualquier mañana por celular.

Juan B. Fernández Noguera.

Fui y sin mucho preámbulo me dio la mala nueva: “Lamentablemente, se desmonta el proyecto y se vende la casa. Ponte de acuerdo con Juanchito —Juan B. Fernández Noguera— y escojan al periodista que se queda como corresponsal en Santa Marta. Tú te vienes para Barranquilla”. Retorné a la nueva sede de El Heraldo e inicialmente, mientras volvía a aclimatarme, fui el coordinador de regionales. Poco después el doctor Fernández —así le dije siempre, respetuoso— me envió a alternar jefatura de redacción con Ricardo Rocha.

Un día cualquiera, a media mañana, Juanbé y yo coincidimos en las escaleras que conducían de la recepción a la sala de redacción en el segundo piso. Me puso una mano sobre un hombro y me dijo: “Sé que ganas menos que Rocha, pero eso no puede continuar así. Ve a gerencia y diles a ‘Puma’ y Manuelito que emparejen las cargas: igual trabajo, igual salario” (Alberto Mario Pumarejo y Manuel De la Rosa Vives, gerentes).

Ahí en ‘Medio paso’, a la tarde-noche de un día normal de trabajo, reunidos el director y yo para definir el material que debía ir en primera página y en la última, jornada de cierre entre resúmenes de noticias, titulares, fotos —la última página era, en aquellos entonces, una “segunda primera”—, llegó el momento de revisar el contenido de Judiciales. Había un registro informativo de algo que se daba cotidiano en el entorno geográfico del diario: otro muerto por sicarios. Al doctor Fernández se le dio por leer la nota y sentenció: “Aquí hay una noticia dentro de la noticia”.

En ese trozo de calle conocido como ‘Medio paso’ estuvo por más de 30 años la sede de El Heraldo.

—¿Cómo así, doctor? —le pregunté.

“Los sicarios asesinan desde una moto. Aquí leo que en este caso el homicida disparó desde un carro contra un motociclista. Título: ‘Lo matan de carro a moto’, tres líneas, una columna, última página”, ordenó.

Para mí, esa fue una lección aprendida para siempre. Aún hoy, cuando me dedico a leer boletines de prensa con el propósito de no publicarlos en su literalidad, de enriquecerlos o transformarlos mediante investigaciones sobre los temas que contienen, lo primero que hago es buscar la noticia dentro de las noticias que registran esos comunicados noticiosos.

Las he pescado, las he sazonado —enfoque distinto, respetando el fondo— y las he publicado en El Muelle Caribe, que va a cumplir once años en la web. Y el cual seguirá buscando la noticia dentro de la noticia.

Muy generoso conmigo fue el doctor Fernández al través de los años a su lado. Numerosos fueron los talleres y seminarios de periodismo y de diseño, en el extranjero y en Colombia —SIP, Andiarios, Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano y otros, Universidad de La Sabana— a los que asistí por deferencia de él. Me daba libertad para que fijara los viáticos, con hospedaje en hoteles de primera, pero nunca abusé. Yo sabía —por la experiencia de otros que se pasaron de la raya— que lo que más mortificaba al director era que trataran de meterle abusivamente la mano al dril. Y es que él tampoco era muy suelto de mano, en su manejo del signo pesos.

Ahora, cuando navego por aguas septuagenarias y sigo en mi cuento periodístico con El Muelle Caribe, me pregunto, sin saber responderme: ¿Qué tenía pensado para mí el doctor Fernández para haberme propiciado tanta preparación periodística? ¿Cercené acaso sus intenciones debido a mi afición por la bohemia caliente: alcohol, rumba, mujeres y otros juguetes? Solo Dios lo sabe.

Juan B. Fernández Renowitzky con el entonces presidente de Colombia Julio Cesar Turbay Ayala el día de la inauguración de la sede en ‘Medio paso’.

En ‘Mediopaso’, una de las funciones del jefe de redacción era la de leer con ojo corrector el editorial del doctor Fernández, casi a la medianoche, cuando ya estaba montado y listo para el tiraje. Sin ese Vo Bo no se podía imprimir el cuerpo A del periódico. Una noche descubrí un error en el levante y pedí el original. El error era del autor y procedí a corregir. Seguro de lo que hacía, no llamé a su casa al director para consultarle y resiliensia pasó a ser resiliencia, como tenía que ser. A la mañana siguiente hubo intentona de jaleo, se insinuaba el regaño por el abuso de cambiarle arbitrariamente una palabra al superior y supuestamente generar un imperdonable error, pero el Diccionario de uso del español de María Moliner y el pequeño Larousse en mis manos, aplacaron el ímpetu del director que se consideraba idiomáticamente lesionado.

—Orellano-Orellano: me ganaste una, se te anota —me dijo con su brazo derecho extendido sobre mis hombros.

En este lunes 25 de agosto de 2025, no faltaron voces de amigos y colegas expresándome las condolencias por el fallecimiento de quien, en periodismo, fuera mi jefe por muchos años. Saben lo importante que fue para mí. De entre todas esas voces, elijo la de Bladimiro Nicolás Cuello Daza por lo que encierra:

—Jose, lamento el fallecimiento del doctor Juan B. Fernández Renowitzky, periodista ejemplar, cuya grandeza aprendí a conocer a través tuyo. Abrazo solidario.

Créditos por fotos: Archivo web de El Heraldo e internet.

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