Por Eduardo Frontado Sánchez
En el mundo actual, envuelto por la tecnología y la inmediatez, parece que el dinero, la fama y la visibilidad han tomado el lugar de los valores y del espacio necesario para cultivar el pensamiento crítico.
La filósofa Hannah Arendt, al observar los juicios de Núremberg, escribió que “el verdadero mal no proviene del odio, sino de la falta de pensamiento”. Lo dijo tras escuchar a Adolf Eichmann justificar sus crímenes alegando que sólo cumplía órdenes. Resulta inquietante constatar la vigencia de esa afirmación: hoy también somos testigos de cómo la falta de reflexión se disfraza de eficiencia, éxito o modernidad.
Vivimos en una era marcada por la inteligencia artificial, la creación de contenido y la expansión ilimitada del conocimiento. Pero surge una pregunta inevitable: ¿estamos preparados para hacer un uso ético de todas las herramientas que tenemos a nuestra disposición?
Responder no es sencillo. La ética no se programa ni se automatiza: nace de los valores, creencias y experiencias de cada persona. Sin embargo, el mundo de las redes sociales —donde la inmediatez y la deshumanización se confunden con progreso— nos empuja a actuar sin pensar, a producir sin cuestionar, a “existir” sin detenernos.
La generación actual, con tanto acceso y tantas posibilidades, parece más centrada en los beneficios económicos que en comprender cómo ese acceso puede usarse en favor del bien común. La inteligencia artificial no es la salvación del mundo: es una herramienta poderosa, pero también un riesgo. No busca la ética ni el pensamiento; se adapta, obedece y complace. El peligro radica en que, al delegar el criterio en la máquina, terminemos renunciando al nuestro.
El reto más urgente de nuestro tiempo consiste en detenernos entre tanta velocidad y preguntarnos qué lugar ocupan los valores y la ética en nuestras decisiones cotidianas. ¿Queremos simplemente generar contenido o aspiramos a ser verdaderamente trascendentes? ¿Buscamos estar “a la moda” o comprender a fondo las implicaciones de lo que creamos y compartimos?
Quizás la verdadera revolución no esté en la tecnología, sino en la capacidad humana de usarla con propósito y conciencia. Porque el dinero y el poder que nos ofrece la autopista del conocimiento son efímeros si se construyen sin criterio. Lo que permanece —lo que nos define— es lo humano.
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