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Las preguntas que llegan cuando el tiempo se acumula

Por Mauricio G. Salgado–Castilla @salgadomg

Jerónima era conocida en toda la región por las arepas que preparaba desde hacía más de cuarenta años. La parrilla de hierro, que alguna vez fue recta y orgullosa, parecía ahora un tesoro rescatado de un naufragio: torcida, marcada por el fuego, como los cascos de los barcos que se estrellaban contra el acantilado en las noches sin luna.

Los pescadores decían que esa parrilla tenía memoria propia, que crujía cuando la brisa del mar traía historias de corrientes peligrosas o de compañeros perdidos y aunque nadie lo admitiera del todo, muchos llegaban a comer donde Jerónima no solo por las arepas de huevo, sino por la sensación inexplicable de que allí, en ese rincón apartado del mapa, la vida tenía otro ritmo.

Elena escuchaba a Jerónima con una mezcla de fascinación y asombro. Cada historia salía de la boca de la mujer como viento antiguo: hablaba de tormentas, de remolinos, de promesas políticas que se deshacían como espuma y de turistas obstinados que se aventuraban por un camino que —decía— “ningún alcalde ha podido pavimentar… pero algún día”.

Elena había llegado por un día.

Ya llevaba una semana y seguía sin poder irse.

En un cuaderno de hojas de ferrocarril —el único papel disponible en la pequeña escuela del pueblo, una escuela sin puerta porque nunca la tuvo— había escrito ya dos historias inspiradas en las palabras de Jerónima. No había internet, ni señal de celular, ni planes concretos. Había mar, viento, relatos… y una intuición que venía gestándose desde meses atrás.

Elena había llegado a ese punto de su vida con una sensación nueva. No era confusión: era una claridad incompleta, como una ventana entreabierta que deja pasar luz, pero no permite ver aún todo el paisaje.

Llevaba meses haciéndose la primera pregunta del camino, con honestidad y sin atajos:

¿Quién soy yo, más allá de los títulos, del trabajo y de los roles que he cumplido?

Descubrió que era mucho más que lo que había sostenido durante décadas. Era curiosa, observadora, sensible a los detalles que otros pasaban por alto y sobre todo, una mujer que necesitaba comprender antes que avanzar.

Luego apareció la segunda pregunta, más íntima, más frágil:

¿Quién soy yo emocionalmente?

Allí encontró verdades que había evitado durante años: la costumbre de sostener incluso cuando se rompía por dentro, la tendencia a mostrarse fuerte aún estando cansada… y también una capacidad de asombro tan viva que la hacía llorar frente a un atardecer. Entendió que sus decisiones futuras no podían ignorar eso.

Y entonces, casi como un susurro, llegó la tercera pregunta:

¿En qué soy realmente buena?

No desde las notas del colegio ni desde el currículum.
Desde la fluidez.

Recordó cuántas veces había contado historias sin esfuerzo, cuántas veces había guiado a otros con palabras que parecían nacer solas, cuántas veces escribir le había devuelto la calma. Comprendió que su talento no era producir sin pausa, sino mirar, sentir y narrar.

Por eso, cuando volvió a sentarse junto a Jerónima y escuchó otra historia del mar, la cuarta pregunta —esa que durante años la había intimidado— llegó con suavidad:

¿Qué me gustaría hacer por el resto de mi vida?

Ya no era un mandato.

Ya no era una obligación.

Era una invitación, y las invitaciones, cuando son sinceras, no presionan: acompañan.

En algún momento de la vida, todos deberíamos hacernos estas cuatro preguntas. Sin embargo, el sistema educativo y social suele estar diseñado para que sigamos rutas preestablecidas, más que para que busquemos nuestras propias respuestas. Como sí formáramos parte de la línea de producción de la vieja fábrica de Henry Ford.

El libro Conocerme después de los 50 propone una alternativa: un recorrido amable, sin fórmulas ni recetas, para que cada persona pueda responder estas preguntas en voz baja, a su propio ritmo.

Porque las respuestas —cuando llegan— abren puertas y caminos que valen la pena recorrer. Para muchos, cumplir 50 marca el inicio del envejecimiento. Para otros, es el comienzo de una transformación. Como la oruga que, sin dejar de ser lo que siempre fue, descubre que también es una mariposa. Ha estado allí todo el tiempo, esperando. Ahora tiene alas; solo necesita desplegarlas, como sucede cuando nos atrevemos a responder las cuatro preguntas y, por fin, a volar…

Este relato forma parte del cuarto capítulo del libro Conocerme después de los 50.
Aportes y sugerencias son bienvenidos en: conocermedespuesdelos50@gmail.com

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