Por Guillermo Romero Salamanca

Aunque tenía distinguida clientela para el fin de año, el profesor Raúl determinó irse de vacaciones a Melgar con toda su familia. Allí lo encontramos en el balneario de una Caja de Compensación. Al lado de  la piscina veía  cómo los niños soltaban su agüita amarilla en el gigantesco pozo, miraba cómo los turistas hacían largas filas para consumir algo parecido a la pasta con arroz y verduras, analizaba cómo tomaban cerveza congelada y miraba de reojo las piernas blancas y picadas por los zancudos de las cachacas que descansaban en el lugar.

Extrañado por encontrar a semejante personaje en el lugar, le solté una serie de preguntas: ¿Qué hace por acá profesor?, ¿dejó el consultorio?, ¿se volvió a casar?, ¿le siguió pegando la señora?, ¿qué ocurre? El profe me extendió su negro brazo lleno de tatuajes con pésimos dibujos y me contestó: “No vuelvo a trabajar para fin de año”.

Raúl Gómez dedica su vida a predecir el futuro a la gente. En enero vende matas de sábila, comercializa con sortilegios la flor de mayo, el geranio de junio, la amapola de septiembre, el anillo cruzado, el hilo de la suerte y la lectura de las cartas españolas y japonesas.

Juega a los dados, apuesta chance, toca acordeón y se sabe de memoria más de mil rezos llaneros. Trae el amor perdido, regresa a los hombres infieles, destapa guacas y puede ser hoy chamán y mañana curandero.

“El año pasado fue fatal para el negocio. Ya me había ido mal los dos años anteriores, pero es que la gente no aprende”, decía mientras pedía dos cervezas.

“Le dije a don Ramón –un clientecito de Zipaquirá—que tuviera cuidado con el trece. No me hizo caso, se bañó en el mezanine, cuando bajaba por la escalera pisó un patín que había dejado su nieto. Fuimos después a mirar y claro, eran 13 los peldaños. No puso cuidado y ya está dando cuentas al Creador”.

“A doña Inés –quien tenía una faringitis—le manifesté que podía comerse las doce uvas. Ella fue al supermercado y las confundió con ciruelas. Total, se ahogó la vieja. Yo no tengo la culpa”, contó asustado.

“A la hija de doña Diana le aconsejara que comprara cucos y sostenes amarillos, pero que revisara bien la talla. Ella era de copa grande y compró unos interiores pequeños. ¡Grave situación! Tuvo alternaciones digestivas, mareos y fuertes dolores de cabeza. Estuvo hospitalizada varios meses. Allá fueron a visitarme y lo único que hice fue soltarle la prenda de arriba y se alivió totalmente, pero es que la gente es bruta”, comentaba el profe y pedía otro par de lúpulos.

“A Hernán le manifesté también que prestara atención con las venéreas. Se tomó sus polas después de realizar un negocio, se fue caminando para la casa. Había un andamio, se agarró para no caerse, pero empezó a moverlo de un lado a otro y ¡Zas!, le cayó encima un obrero. Al de la ambulancia le  alcanzó a decir: “me mató esta blenorragia”.

“Isabel, una señora que trabaja en TransMilenio, quería viajar y me preguntó que si era bueno sacar una maleta y darle la vuelta a la manzana, antes de la media noche del 31. Yo le advertí que tuviera cuidado. No me hizo ni chiquero caso, salió con su agüero y como vive por los alrededores del Voto Nacional, en pleno centro de Bogotá, unos tipos mal encarados la atracaron, le quitaron todo, hizo varios viajes entre el Hospital San José y los laboratorios, el último fue a Medicina Legal. Así no se puede, mi estimado amigo”, contaba el profe.

–Ahora estoy dedicado a la Educación, a la enseñanza de la adivinación. Eso es mejor que ayudar a la gente.

–¿Y cómo es eso profe?

–En estos días vino una muchacha, lo más de bonita, que quería que le dijera cómo se adivina la vida. Le dije el secreto estaba en la concentración. Ella insistió y entonces le dije que se quitara la ropa. La muérgana me respondió: “usted quiere es abusar de mí”. Le contesté: “¿Si ve? Ya está adivinando”. Y se puso de mal genio, sacó un cuchillo y casi me perjudica. Entonces me vine para Melgar a descansar. El negocio ya no es rentable. Está peligroso. Esto de los agüeros es puro cuento.

 

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