Por Esteban Jaramillo Osorio.

Recuerdo el primer partido aplazado en el rentado de Dimayor, en los primeros embates de la pandemia. Jugaban Millonarios y Once Caldas, el viernes 13 de marzo de 2020, en El Campín.

Fue un mazazo, porque se preveían los efectos.

Luego, durante un año y cuatro meses, me aislé del estadio, como todos los periodistas y los aficionados sometidos a los rigurosos protocolos, a pesar de que el fútbol se reanudó en septiembre, cinco meses después. Larga fue la vigilia con paliativos en la TV.

 Mi retorno, con el permiso de las autoridades, como dato anecdótico, en la visita de Millonarios a Manizales para enfrentar de nuevo, al Once Caldas.

 Las horas previas al ingreso las viví como en la antesala de una cita a ciegas: en extremo nervioso, adaptado a las nuevas estrategias logísticas de la Dimayor y los clubes.

Cuestión de cuidado.

Volviendo al fútbol, como las cosas se valoran mejor cuando se alejan o se pierden, mi inquietud por el regreso anduvo en paralelo con la tolerancia al rendimiento de jugadores y clubes, sin marcadas exigencias.

Entiendo las dificultades que enfrentan los directivos para vivir con lo justo, o lo necesario. Y los efectos del mercado, sin gran impacto, con trueques gratuitos o a bajo costo. Varios son los equipos con reducido retoque a sus plantillas.

Vergüenza, a veces, me produce hablar de estos temas frívolos, con el mundo estresado frente a pocas prerrogativas y el futuro incierto.

 El calor emocional se impone con mi regreso al estadio y con el disfrute de los juegos olímpicos, la máxima cita del deporte. Son un espectáculo alucinante, a pesar de los problemas, como ejemplo de disciplina, resiliencia y perseverancia. 

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