Por Iván Hernández Umaña
Durante años nos dijeron que sembrar innovación era como sembrar café: paciencia, porque los frutos aparecen después. El país tenía buenas condiciones de entrada —capital humano, infraestructura, instituciones de apoyo—, y aunque los resultados eran pobres en patentes, exportaciones tecnológicas o publicaciones de impacto, se confiaba en que el tiempo jugaría a nuestro favor. La narrativa dominante era clara: la cosecha llegaría sola.
Los datos del Global Innovation Index muestran cómo se derrumba esa expectativa. En 2020 Colombia ocupaba el puesto 56 en insumos de innovación frente al 74 en resultados: un desbalance que parecía razonable y hasta prometedor, porque reflejaba la posibilidad de maduración futura. Sin embargo, en 2025 la foto se invierte: el país cae al puesto 71 en insumos y apenas mejora al 72 en resultados. En otras palabras, la brecha ya no puede explicarse como un simple desfase temporal; hoy los recursos de entrada también pierden fuerza y se diluyen sin generar impacto.
Este contraste obliga a cambiar de lente. La discusión no es si hay que esperar más tiempo o destinar más recursos, sino por qué los recursos que ya se invierten no se traducen en transformaciones productivas sostenibles. El problema es estructural: se trata de gobernanza, de credibilidad institucional y de la capacidad de articular esfuerzos en un ecosistema que, hasta ahora, funciona como archipiélago. Las universidades investigan sin conexión con las empresas, las empresas demandan soluciones de corto plazo, y el Estado dispersa sus programas en múltiples ventanillas que no dialogan entre sí.
A esta fragmentación se suma un factor de confianza. Innovar implica riesgo, y el riesgo solo se asume colectivamente cuando existe credibilidad en las reglas del juego. Sin instituciones sólidas que garanticen continuidad, los proyectos se diluyen en cada cambio de administración. Sin redes de cooperación estables, cada actor protege su parcela en lugar de sumar esfuerzos. El resultado es que los insumos se gastan en mantener estructuras burocráticas y no en generar valor agregado.
¿Qué hacer frente a este panorama? Lo primero es abandonar el espejismo de que “más tiempo” o “más plata” resolverán el problema. El sistema necesita un cambio de enfoque: pasar de contabilizar insumos a cultivar confianza y cooperación en masa. El reto no es solo presupuestal sino cultural: aprender a trabajar juntos.
Aquí puede resultar útil lo que algunos llaman un paradigma apreciativo. En lugar de enfocarnos exclusivamente en diagnosticar fallas —una práctica típica del funcionalismo—, se trata de identificar lo que ya funciona en ciertos ecosistemas locales y multiplicarlo. Hay ejemplos en clústeres tecnológicos, en industrias culturales como la música, o en proyectos agroindustriales que han logrado articular academia, empresa y comunidad. El camino no es inventar desde cero, sino reconocer fortalezas, escalarlas y conectarlas entre sí.
La innovación en Colombia no despegará como un cohete desde un ministerio en Bogotá. Lo hará como una red de pequeños motores que, cuando se encienden juntos, generan tracción. Para eso se requiere liderazgo institucional, pero también humildad para reconocer que la confianza no se decreta: se construye paso a paso, a través de reglas claras, incentivos a la cooperación y políticas de largo plazo que no dependan de un solo gobierno.
Al final, hablar de innovación no es solo hablar de laboratorios o de universidades. Es hablar de cómo usamos en común nuestros talentos, cómo organizamos nuestras energías para que los recursos no se diluyen, y cómo construimos un proyecto colectivo que trascienda las estadísticas de un ranking. Innovar, en Colombia, es sobre todo una cuestión de confianza: confianza en que vale la pena arriesgarse, en que el esfuerzo compartido produce más que la suma de esfuerzos aislados, y en que las instituciones pueden estar a la altura de esa tarea.
Ese es el verdadero reto: pasar del espejismo de los insumos al ejercicio práctico de la cooperación. Y en ese tránsito no se trata de esperar la cosecha, sino de aprender, como sociedad, a cultivar juntos.
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