Por María Angélica Aparicio P.
Sufría unas rabietas que enardecían a la familia. Helen Keller estallaba entonces y perdía el control; era difícil conducirla para que cesara las pataletas. Su padre Arthur y su esposa Kate, -la segunda mujer-, miraban estas escenas con una extrañeza que dolía. Hacía daño ver a Helen con el mundo patas arriba. Su hija se había enfermado antes de cumplir los dos años, y desde entonces, perdía la calma tan fácil como soplar una mota de algodón.
Arthur tenía una granja situada en Alabama. Allí crecía la familia y su hija de cuatro años. Los rodeaba la naturaleza, el césped cortado a ras, las enredaderas y los cielos azulosos. Se alegraba de haber participado en La Guerra de Secesión -ocurrida en Estados Unidos- y de haber obtenido su ascenso como capitán. Ahora disfrutaba del campo, de esa tranquilidad genuina que las ciudades no podían ofrecer, por el tráfico y el crecimiento urbano, hacia finales del siglo XIX.
Arthur Keller alcanzaba la dicha cuando Helen jugaba tranquila con la pequeña Marta, una afrodescendiente alegre, bonita, traviesa, seis años mayor que su hija. Las dos encajaban como los cajones de un armario: se llevaban de maravilla. Si no estaban juntas, se les venía una espantosa batalla encima con la pequeña Helen. La casa de campo se llenaba de gritos histéricos. Helen se convertía en otra: se volvía arisca, brusca y llorosa.
Cuando cumplió siete años, Kate y Arthur buscaron ayuda profesional para lograr otra apariencia en Helen. No sabían si las enfermedades comunes -sarampión, meningitis, escarlatina- habían dejado consecuencias severas en el comportamiento de su hija pues se expresaba únicamente con gestos. Helen era ciega y sorda, y se hacía complejo educarla en esas condiciones.
En la búsqueda de esta ayuda, una chica de veinte años caló en la vida de Helen: la joven Anne Sullivan. Era una norteamericana inteligente, creativa, pobre como otras muchachas de aquella época. Tenía dotes genuinos para enseñar a discapacitados. Rápido se identificó con Helen, permaneciendo en su compañía cuarenta largos años.
Lucha, persistencia y cariño serían las etiquetas que utilizará Anne para sacar adelante a su primera pupila. Desde un comienzo, demostró que la ignorancia no continuaría siendo parte de las rabietas personales de Helen. Era importante frenar en seco aquellos berrinches desenfrenados que aturden a todos.
Anne se convirtió en la orientadora que inventaba algo nuevo, todos los días, para seducir a su alumna. Con paciencia y maña, comenzó a prender bombillos en la mente de su discípula con el fin de abrirle espacio al conocimiento. Necesitaba con urgencia que Helen despegara de la oscuridad a la luz.
Pronto, las manos de Helen se convirtieron en un cuaderno de notas, actuaban como una pista de carros. En las palmas de las manos, Anne le escribía todo tipo de letras. Helen comenzó a entender el sentido de ese juego desconocido, que nunca había puesto en práctica, ni siquiera cuando se divertía con Marta, la hija querida de la cocinera. De las letras pasaron a las palabras y de éstas a la asociación con los objetos. Helen comenzó a tocarlos, olerlos y mimarlos.
Si Anne escribía la palabra copa, Helen acariciaba la copa, descubre su textura, su forma, su tamaño, los materiales que se habían utilizado para darle volumen y peso. A una palabra, el objeto correspondiente terminaba en las manos de Helen, formándose una asociación mental que la joven Keller fue interiorizando. Era una tarea difícil para ambas partes, pero la inteligencia de las dos mujeres, supera los retos.
Cuando fue evidente el progreso de Helen, su persistente profesora dejó en sus manos un puñado de letras en relieve. Tocar y diferenciar se volvieron verbos cruciales para la aprendiz, quien fue captando la forma y la misión de cada signo. La memoria y el alto poder de concentración que tenía, favorecieron que la chica Keller distingue una a una, las letras del abecedario.
Con el invento de la escritura Braille -creada por el francés Louis Braille- Helen dejó las manos para saltar a este nuevo sistema de comunicación. Aprendió a leer y a escribir, valiéndose de este extraordinario método diseñado para las personas invidentes. Y ya no se detuvo más. El arte de escribir atrapó a Helen como si hubiera caído en una mullida red de telarañas. Fue su apoyo, su pasión, el gran amor de su vida.
El apuesto Henry Huttleston Rogers, el joven empresario que se conocería como uno de los propietarios de la empresa Standard Oil, maravillado por la inteligencia y tenacidad de Helen, dio un sí contundente para financiar sus estudios universitarios. La chica ingresó al centro femenino de la universidad de Harvard, conocido como Radcliffe College. Helen mantuvo sus ansias por llenarse de sabiduría en esta nueva institución; cursó los semestres y logró graduarse con un título que acredita su licenciatura en Bellas Artes.
El braille le curó los ataques y la puso en la carretera de la vida. Desde entonces, Helen se forjó su propio destino, con las bajadas y subidas de una montaña rusa. Completó sus enseñanzas sobre botánica, historia, zoología, literatura, política, deportes y juegos de mesa. Añadió a su lista la redacción de artículos periodísticos escritos por ella misma, muchos centrados en la política del momento y en la defensa de los derechos humanos. Publicó sus libros, dictó conferencias, y viajó por numerosos países del mundo hasta que la muerte la sorprendió, mientras dormía.
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