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Por María Angélica Aparicio P.
El señor Kinght me abre las puertas de su casa. Un florero de rosas rojas adorna la mesa central del hall. Dos sillas de mimbre acompañan esta clásica mesa de madera de haya. En la pared frontal, tres repisas largas sujetan preciosas piezas indígenas del suroccidente suramericano, de distintas formas y tamaños.
Todo el escenario da la sensación de vacío. Reflexiono, hay cosas que faltan. En tan poco espacio, no abundan los cacharros para disfrutar. No veo cajas de madera con tapas de marfil; copas de plata, figuras de vidrio, ni libros de fotografía. Percibo mucha soledad. Sí, así de simple.
En el comedor, una mesa preciosa con dos asientos, uno al frente del otro, componen la estancia. No hay cuadros, espejos, ni fruteros sintéticos para divertirse. Nada que cause antojos, envidias, ganas de volar -mentalmente- en materia decorativa, está presente.
Al entrar en la cocina, los mesones aparecen vacíos. Encima de la estufa reina una calentadora de agua, hecha en cobre; deleita porque brilla con los rayos del sol. Dos vasos ocupan la tabla de una repisa angosta. No hay comedor auxiliar, sillas de cerezo, o Thonets con asientos de rejillas.
Una simpleza grande domina el ambiente general de la casa. Para mí, es la incógnita, el mensaje oculto de que algo extraño, quizá nuevo, vital, sucede con el señor Kinght, decorador de este recinto, abierto a la naturaleza.
Las famosas alfombras Sumak del Cáucaso, no cubren el piso de los dormitorios, que son dos. Las tablas de madera que hacen de biblioteca, lucen desnudas, mostrando su verdadera esencia. La cama doble aparece tapada con una liviana colcha, color blanco. Dos almohadas actúan de espaldar. Bajo la ventana hay una mesa ovalada; encima, dos botellas de vidrio grueso, desocupadas, dan vida a esta mesa de teca.
Traspaso la puerta del dormitorio principal hacia un corredor que conduce a dos baños. Pienso en los perfumes, ceniceros, flores secas, libros, caracoles y toallas que los adornan. Pero nada de mi lista mental vi en el primero ni en el segundo baño. Son, si, espacios reducidos, iluminados por una claraboya que irradia luz como si fueran los chorros de una regadera. Un jabón de barra rosado pálido se halla junto al lavamanos de piedra. Un espejo redondo, con marco de madera, cuelga de la pared.
Escasos elementos, simpleza total; mucha luz, tonos claros; aquello parecía la revolución en el arte de decorar. Era la antípoda de las casas recargadas de objetos, de pinturas, esculturas, retratos con marcos oscuros, porcelanas, con cacharros inservibles, con libros de antaño puestos en las estanterías.
Pensé en la propuesta del señor Kinght. La idea central consiste en utilizar un número reducido de muebles y menos objetos, logrando espacios despejados que minimizan el polvo y ofrecen un concepto de simplicidad y funcionalidad. Sencillez, estilo y elegancia son las líneas verdes de este asunto de decoración.
En pocas palabras, me invita a reducir los bienes materiales que, como una costumbre vieja, heredada de la realeza asiática y europea, abunda en el interior de las viviendas. El concepto recargar parece, en este momento, destinado a morir en la caneca. El señor Kinght me anuncia su muerte.
El criterio “Minimalista” -lo mínimo- acompañado por colores blanco, beige y gris, es parte de la propuesta central. Cortar la vida que tuvieron los colores rojos, amarillos, azules y rosados es una operación del nuevo proceso; estos colores engendraron, en su apogeo, una fuerza descomunal, que parece estar en vías de extinción. El minimalismo busca tonos claros que, al confundirse con la luz natural, ofrecen la deliciosa sensación de amplitud.
El color blanco, dentro de esta corriente, es el tono predilecto de las paredes y los techos. Da aires de comodidad, ayuda a que las áreas se vean más grandes de lo que en realidad son. Refresca los ojos y la mente cuando trabajan. La mugre se identifica más rápido y se ataca mejor. En fin, es la pintura preferida de quienes defienden a puño cerrado y con convicción, el minimalismo.
Los materiales de construcción como el acero, la piedra, el vidrio, la madera y el cemento, juegan, como fichas de ajedrez, en esta nueva tendencia, que sostiene mi curiosidad. Las paredes se vuelven de vidrio, los pisos de cemento, los espacios se agrandan, los adornos se cuentan con los dedos de la mano. Y punto, no punto y coma. Punto en mayúscula. Ningún objeto más.
Llega la austeridad como forma de vida. Lo escaso se vuelve norma y se festeja su sobriedad.
Vivir con las mínimas cosas, pero bien seleccionadas, constituye la columna vertebral del minimalismo. Todo se resume en poner adornos escogidos con gusto, con precisión, pensando, además, en la mezcla de colores suaves. Luego viene la difícil tarea de distribuir estos recursos con orden, con eficiencia, aterrizando la idea de acabar con la abundancia. Es un cambio de look, como lo haría cualquier mujer, con sus cabellos largos.
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