Por Eduardo Frontado Sánchez
Uno de los valores más trascendentes de nuestra humanidad es, sin duda, la educación. Ella representa la base para la formación de una sociedad pensante, crítica y, sobre todo, libre. Por eso, resulta profundamente alarmante presenciar cómo el presidente de una de las mayores potencias del mundo arremete contra una de las instituciones académicas más prestigiosas del planeta: la Universidad de Harvard.
La crítica que ha desatado el mandatario estadounidense contra esta casa de estudios no responde a una falta objetiva, sino al desacuerdo con su política de inclusión y su apertura a estudiantes extranjeros. En el período 2024–2025, más del 25% de la población estudiantil de Harvard corresponde a estudiantes internacionales. ¿Es eso motivo para el ataque o más bien una muestra de su excelencia global?
Esto nos lleva a una reflexión mayor: ¿debe el liderazgo ejercerse desde la amenaza y la agresión? Lamentablemente, eso es lo que ha caracterizado gran parte del discurso del presidente Donald Trump. Como sociedad, deberíamos aspirar a un liderazgo que promueva la paz, la humanidad y la construcción colectiva, no el miedo ni la confrontación.
El verdadero liderazgo no impone; inspira. No destruye lo construido, sino que lo potencia. No se ejerce desde la vanidad del poder circunstancial, sino desde el compromiso con el bien común. Es preocupante que, en lugar de tender puentes, algunos líderes prefieran dinamitar caminos. ¿Cuánto más debemos tolerar como humanidad? ¿Hasta cuándo seguiremos presenciando la demolición simbólica de instituciones y valores que nos definen?
No abogo por responder con violencia ni con polarización. Pero sí considero indispensable alzar la voz. Hoy es Harvard. Ayer fueron los migrantes, las minorías, la prensa. Mañana, ¿quién será el blanco del desprecio?
La historia juzga. Y no juzga por la fuerza con la que se impone una idea, sino por el legado que esa idea deja. Los líderes serán recordados no por cuán alto gritaron, sino por cuánto construyeron con otros.
Estamos en una era que clama por humanidad. Por diálogo. Por cambios profundos, sí, pero nunca por la vía de la humillación o la exclusión. Como ciudadano del mundo, me niego a aceptar que la destrucción del otro sea la forma de ejercer poder. Hoy más que nunca debemos insistir en la racionalidad, la mesura y la empatía como principios irrenunciables de la convivencia y el liderazgo.
Porque el poder tiene fecha de vencimiento. Pero la trascendencia de nuestros actos, esa sí es imborrable. Y en tiempos donde lo humano parece quedar relegado, no hay mayor acto de rebeldía ni mayor signo de liderazgo que recordar que estamos aquí para construir. Que lo distinto nos une. Y que fuimos elegidos, no para dividir, sino para guiar con integridad, compasión y visión.
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