Y La yuca más cara del mundo: ¡A más de cinco y medio millones de pesos la libra!
Por José Orellano
Se pierde por completo la voluntad, el instinto de conservación queda en neutro, el sentido de la malicia se atrofia y la inseguridad colombiana —en especial la bogotana— cobra otra víctima.
Para el caso que nos ocupa, se me ocurre un par de versos:
La inseguridad bogotana,
una nueva víctima se gana.
Ahora, cuando decido relatar el robo que sufrí el pasado domingo 7 de septiembre —obligado, sometido mentalmente y amenazado con un arma de fuego—, rebobino la media hora previa y en mi mente se proyecta la sensación de que alguien seguía mis movimientos durante los tres ingresos que hice a la misma fruver para comprar una yuca para el desayuno dominical y algunos otros artículos. Que comprar la yuca, era el motivo principal de la tempranera salida.
Costumbre muy mía desde cuando papá me legó su desgastada billetera, ha sido —en aquella y en las que vinieron después, de feria artesanal o de marca— repletarla de documentos y de plata en efectivo, billetes de cualquier denominación. Sesenta años después me pasó factura: una manía que terminó convertida en condena.
En una de las frúveres del centro comercial San Pedro —en la calle 187 No. 55A-40 del Distrito Capital que ‘gobierna’ Juan Fernando Galán—, la única venta de frutas y verduras que allí abre antes de las ocho de la mañana, hice tres pagos: uno con un billete de cinco mil pesos —aunque de la billetera, por equivocación, ya había sacado uno de veinte mil— y los otros dos con Nequi. En cada transacción, sin sospecha ni alarma, me atravesaba una punzada extraña: la sensación de una vigilancia no pedida. Atendían el negocio una cajera y dos dependientes. Nadie más entró a comprar mientras yo estuve.
Afuera, el astro rey jugaba a la ambivalencia climática: ni sol ni lluvia. Imperaba el gris, apenas cruzado por tenues rayos de luz. Salí del centro comercial con destino a mi casa, a solo cuadra y media. Crucé una calzada de la calle 187, subí el bulevar, me detuve a esperar que pasara un carro blanco, bajé y volví a andar. El automóvil, sin embargo, frenó en seco.
Pasé por su frente y seguí hasta alcanzar el andén que me conduciría a la calle 186, la de mi casa en conjunto residencial. Entonces, desde el interior del vehículo, una voz me llamó. Me detuve y miré: en la mano derecha mostraba un carné de Policía. Más tarde comprobaría que en la otra mano sostenía un arma; pensé que era la de dotación oficial.
—¿Ha visto por ahí correr a un hombre con un maletín?
—No —le contesté.
—Es que atracaron a un señor frente a su conjunto y le robaron veinticinco millones de pesos.
Más allá, en una de las cuatro esquinas del cruce de la calle 186 con la carrera 54B había visto a dos uniformados de la Policía. Sin malicia alguna, asocié su presencia con la información recibida y di credibilidad a lo que aquel hombre me decía.
Me pidió la cédula. Le respondí que la verificara en internet, pero insistió en que debía identificarme con la física. En esas pasó un peatón —el único visible por el entorno— y el del carné lo llamó para repetirle, palabra por palabra, lo mismo que me había dicho. Ese fue el cuarto actor de la escena. El hombre entregó su cédula y yo lo imité, tras haber sacado la billetera del bolsillo de mi chaleco.
Ambos documentos pasaron a manos del conductor del vehículo y, seguidamente, el del carné me devolvió el mío. A partir de ese momento, mi voluntad quedó a disposición de otro y la inseguridad se erguía victoriosa. Vino el esquilme.
—¿Tienen aparatos de comunicación? —preguntó el supuesto policía y nos pidió que mostráramos los celulares. Tomó el del cuarto hombre en escena, lo revisó y lo devolvió. Lo mismo hizo con el mío.
Acto seguido nos pidió que mostráramos el dinero que llevábamos encima. El cuarto hombre sacó un grueso fajo de billetes y lo entregó. Yo volví a sacar mi billetera, mostré los billetes que depositaba y, con gran experticia, el hombre del carné los sacó del clip en el cual había algo más de ochocientos mil pesos, los de la compra de la semana. En el otro compartimiento vio unos dólares y los sacó: tres billetes de cien, los cuales yo guardaba como amuleto —o para cubrir cualquier emergencia— desde mi regreso de Argentina, dos años atrás, precisamente en septiembre.
No satisfecho con la requisa que nos hacía sin bajarse del auto, el del carné nos pidió las tarjetas débito. Las dimos. Nos pidió las claves. Las dimos.
El supuesto policía revisó el fajo de billetes del cuarto hombre y se lo regresó junto con la tarjeta débito. Este partió y yo quedé a expensas, a merced de quien tenía la sartén por el mango. No me devolvía mi dinero, sino que me pidió la clave de Nequi, cuyo logo había visto en el celular, y yo, cual borrego, le di los cuatro números, uno a uno.
El hombre del arma de fuego sostenida en su mano izquierda entre las piernas sobre su silla de copiloto no hacía contacto visual, pero de pronto clavó su mirada en mi cuello, lo auscultó con sus ojos avarientos y vio un crucifijo plateado.
—¿De plata? —me preguntó.
—De acero inoxidable. Me lo encontré en el Centro Comercial Santafé y le compré una soguilla del mismo metal en 20 mil pesos, allá en ‘La pajarera’, en el Centro —le dije, como si se lo estuviera contando a mi amigo y colega Eduardo García Martínez o a Jorge Medina Rendón o a Guillermo Romero Salamanca o a Edgardo Caballero Gutiérrez.
El muy malnacido que me manipulaba a su antojo miró entonces hacia las muñecas, en especial la derecha, y al tiempo que gritaba “¡oro!”, metió, con asombrosa precisión, sus dedos pulgar e índice de experto raponero por entre el cúmulo de pulseras artesanales adquiridas en TransMilenio o en ventas estacionarias del centro. Se iría en blanco: jaló una pulserita dorada de plástico y no pudo ocultar su enojo.
—Dame el celular —volvió a pedirme el iPhone 11 que me había regalado mi hija Claudia.
Se lo di.
—¡La clave! —autoritario, voz de mando de policía.
Se la di.
Segundos después lo entendería: había sido víctima de un atraco. El automóvil había partido raudo apenas di el código de desbloqueo del iPhone y solo alcancé a divisar el 045 de su placa trasera.
Como una estatua —como un monumento a la impotencia— quedé sembrado por un par de minutos en esa bendita esquina de la calle 187 con carrera 45B: medio mareado, turulato, temblando de pies a cabeza, emocionalmente vuelto mierda, física mierda.
Derrotado, retomé la acera por la cual iría a casa, cubriendo un trayecto que, entre más y más andaba para adelante, parecía no terminar.
Dando tumbos como de borracho, llegué a la puerta de mi residencia, pero el temblor de manos no me permitía introducir la llave en la cerradura. Cuando por fin pude hacerlo y entrar, grité:
—¡Me robaron!
Mi mujer saltó, como impulsada por un resorte, del sofá en que me esperaba. Y subió veloz hasta el tercer nivel, llamando a gritos a mi hija Claudia y a su novio Samuel, y pregonando lo que le dije.
—Robaron a tu papá —gritaba una y otra vez.
Claudia —malhumorada, como es de suponer, muy entendible— aceptó la situación y, diligente, asumió la función de llamar a las entidades financieras y al operador del móvil para bloquear claves y sim card, al tiempo que Samuel me llevaba a poner el denuncio del robo en el CAI de la calle 127 con Autopista Norte. Mientras avanzábamos en el carro de mi yerno, a él le decía que no sabía por dónde íbamos, cuando lo cierto es que íbamos cruzando calles y carreras de un sector que recorro a pie con inusitada frecuencia desde hace 15 años.
Al llegar hecho un manojo de nervios, totalmente confundido, a la unidad policial de atención inmediata, un uniformado nos precisó que allí no se recibían denuncias, que desde allí se salía a actuar contra la ilegalidad y las alteraciones del orden. Sin embargo, se interesó en saber lo que me había pasado.
Cuando comencé por decirle que un carro se me paró bruscamente al frente, dio inicio a una narración mediante la cual detallaba, paso por paso, la modalidad del hampa de la cual fui blanco.
—Escogen a personas de su edad —me dijo, como si estuviera adivinando que ese domingo 7 de septiembre yo cumplía 75 años, civilmente, de acuerdo con mi cédula de ciudadanía. Porque la fecha natural es el 7 de noviembre.
Decepcionados regresamos a casa. Mi hija, vía internet, había puesto a mi nombre la denuncia ante la Fiscalía, pero no pudo hacerlo ante la Policía Nacional porque la página web de esta institución no funcionaba, aun hoy no funciona. Me informó que ya habían vaciado tanto las tarjetas como Nequi. Allí en el hogar, dulce hogar, durante un largo rato, debí escuchar los sermones y reclamos de mi mujer y mi hija, especialmente por haber salido a mercar con la cartera repleta y portar en ella los 300 dólares. Tienen razón.
Después entendieron que fueron tres los hombres que me atracaron poniéndome en total indefensión: los dos que estaban dentro del automóvil y el peatón que pasó y fue metido en la escena: se trataba de alguien que sirvió de mampara, como esos calanchines de las ruletas callejeras, de ferias y fiestas patronales que ganan sin cesar para atraer a incautos que por allí pasan. Él actuaba para que yo creyera y lo imitara.
Y de pronto hay que sumar hasta un cuarto integrante de la banda: un informante, llamémoslo “campanero”, el que me espió y describió mis características a los ejecutores del robo. Lo intuyo sobre la base de la extraña punzada que me atravesaba —la sensación de una vigilancia no pedida—, cuando pagaba en la fruver. Lo sostengo, ante la precisión del frenazo del carro blanco ante mí, la aparición inmediata del único peatón que se distinguía en el sitio y la seguridad con que el ‘policía’ iba pidiéndome mis cosas.
Hacia la media tarde dominical llamamos a medicina familiar particular y, horas después, una médica llegó hasta la casa. Me auscultó y encontró la tensión bien elevada y el azúcar en 150. Me recomendó cambiarme de ropa, bañarme, beber grandes cantidades de agua y echarme a descansar. No acudí a Medicina Legal por lo engorrosa que —de acuerdo con lo que me han contado— resulta esa vuelta y porque no tenía ánimo de salir. Además, no había podido instaurar la denuncia en la página web de la Policía Nacional. ¡Aun no he podido!
En este momento, haciendo sumas, reconfirmo que bien gordo es el número cardinal que antecede a los seis ceros del total que me robaron; esa cantidad era lo presupuestado para un viaje de diez días a la Región Caribe y el cual tenía programado para comienzos de este octubre que viene… Un viaje que aborta:
Así las cosas, ya no habrá presencialidad en el cumpleaños del nieto Jr. Jr. —José David Orellano Panza— en su casa en Barranquilla…
Ya no habrá encuentro con exalumnos en Soledad…
Ya no habrá integración Orellano Niebles —los dos que quedamos vivos: Maritza y yo— con varios Barceló y sus familias en casa de Aymee, incluido el bautizo de una bebé sobri-nieta…
Ya no habrá charla en Santa Marta…
Ya no habrá saludos a Taryn y Alba en Valledupar…
Ya no habrá pernoctada en la finca de Nicolás Cuello Rumbo, en La Jagua del Pilar…
Ya no habrá paso por La Distra…
Ya no habrá visita a Cartagena y Turbaco…
…
—¡En la cédula y el celular estuvo la jugada! —me dijo desde Cartagena, vía celular, Eduardo García Martínez cuando le conté el cuento—. Por ahí te dieron la burundanga.
—¡Burundanga exprés! —le dije. Lo lamento, ya no iré a Turbaco.
—Qué hampa tan hijueputa —me dijo.
—La yuca más cara del mundo —me lamenté—. A mucho más de cinco y medio millones de pesos la libra. ¡Qué hijueputa!.
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