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Paul Cézanne, un pintor perseverante

Por María Angélica Aparicio P.

Una vieja estación de tren, abandonada en la ciudad de París, se transformó en un importante museo de arte: el Museo de Orsay. De vivir actualmente el francés Paul Cézanne, estaría satisfecho con sus pinturas expuestas en este emblemático museo. Aquí se aprecian cuarenta y seis obras suyas, elaboradas durante su larga trayectoria como pintor. Se encuentran exhibidas en paredes con estilo, para estudio, deleite y crítica de todo ser humano.

Antes de 1939 -inicio de la Segunda Guerra Mundial- la Estación de Orsay movía un alto tráfico de trenes que llegaban y salían de París en distintas direcciones. Pasajeros que salían y pasajeros que arribaban, tuvieron relación con este centro de transporte parisino. Desde inicios de los años 40 permaneció cerrada, hasta que en 1986 se reabrió al público con otro objetivo, una mirada distinta a la del transporte de usuarios que todos conocían.

El Museo de Orsay es hoy una pinacoteca de tres plantas de la que Cézanne, por su tamaño, ubicación y propósito, se hubiera enamorado tontamente. Además, por estar localizado en París, una de las ciudades relevantes de su vida, donde luchó, se enfureció, y participó de las entusiastas charlas artísticas que se realizaron en la época.

En París, también comenzó sus estudios de derecho, que dejaría atrás porque no tenía ni pinta, ni alma de abogado, aunque su padre lo presionara. Solamente quería pintar. Quería deslizar los pinceles en los lienzos para crear figuras, naturaleza y sentimientos. Nada de buffet, demandas y tribunales.

Aix-des-Provence fue la otra ciudad galante de Cézanne. Localizada en el sur de Francia, sería su centro de trabajo, de inspiración y descanso, frente a la agitada vida que llevaba en París. El pueblo pesquero de L´Estaque también formó parte de su historia cuando lo escogió para escabullirse del servicio militar que debía prestar en la guerra franco prusiana.

Cézanne huyó a L´Estaque en compañía de su novia, una bonita muchacha de quien la familia Cézanne no conocía nada, ni el murmullo de su voz. Su familia no la había visto jamás. No estaba en ninguno de los bocetos que Paul solía mostrar a su madre.

Tras ganar un premio por un dibujo que hizo, Paul tomó la decisión de hacer pinturas. Ingresó a la Academia Suisse de París, un reto perverso para un joven tímido y de escaso parloteo, solitario y amante del encierro como era él. Igual, las clases comenzaron.

Pronto se entusiasmó con sus estudios y con el Café Guerbois, local donde los artistas y literatos hacían amenas reuniones para hablar de arte. Cézanne asistía, miraba, escuchaba al máximo, hablaba lo mínimo.

Su padre, Louis Auguste, procedía de una familia italiana emprendedora y activa. En la ciudad de Aix-des-Provence, abrió una fábrica de sombreros con dos hermanos suyos. El negocio se volvió rentable y prosperó. Con dinero de sobra, el padre comenzó a enviar a Cézanne, una cierta cantidad de dinero mensual.

Con el tiempo, Louis Auguste decidió comprar el único banco que existía en Aix-des-Provence. Lo dirigió con disciplina. Los Cézanne se hicieron ricos como banqueros y las ganancias llegaron a borbotones. La plata que Paul recibía de su padre, ascendió a 125 francos mensuales. Ya no tenía que preocuparse por los gastos, los costos y las deudas futuras. Era una fortuna que bajaba del cielo.

Al morir Louis Auguste, una gran herencia llegó a las manos del pintor Cézanne. Buena cantidad de dinero y una finca, le aseguraron un bendecido futuro económico; fue rico hasta el día de su muerte. La finca consistía en una extensa casa de campo llamada Jas de Bouffan, rodeada por un precioso jardín y extensos terrenos. La habitó por temporadas para producir nuevas obras y recibir allí, cuando quería, a sus amigos pintores.

Un buen día, Paul conoció a Camille Pissarro. Un grueso y pesado gancho los unió desde el principio. Camille lo introdujo en la pintura impresionista que estaba en boga; lo inició en la técnica y en los temas centrales de este importante movimiento artístico. Salieron juntos al aire libre a pintar la naturaleza. Se hicieron admiradores y críticos mutuos, y dos amigos inseparables. Al dúo se unieron los artistas August Renoir y Claudio Monet y el escritor francés Émile Zola.

Cézanne se dedicó a pintar pese a los comentarios negativos que recibía de sus pinturas, odiosas críticas que abofeteaban su espíritu. Parecía que nadie apreciaba sus brochazos, los colores que empleaba, los motivos de sus cuadros. Muchos hablaban de Cézanne como del “albañil de la pintura”. Después de la tercera exposición impresionista de 1877, decidió no exponer más. Ya no deseaba mostrar sus cuadros. Pero no abandonó la pintura. Siguió poniendo sus manos en los lápices, los óleos y las acuarelas.

Cézanne era lento para pintar, sin embargo, dibujó haciendas, pintó retratos -entre esos uno de su padre- y trazó objetos que encontró en su finca de Jas de Bouffan y en su taller de Aix-des-Provence. Muchas de sus pinturas fueron bodegones vistos en distintos ángulos que acomodaba él mismo con maña y paciencia infinita.

Las manzanas se volvieron elementos fundamentales de sus pinturas. Las ponía sobre mesas de madera, dándoles el toque o la inclinación justa para plasmarlas sobre el lienzo. Gastaba horas adaptándolas a sus ojos de decorador. Y no le importaba. Cuando ya estaba la escena lista, cogía sus pinceles y las retrataba. Igual hacía con las flores una vez que las distribuía él mismo, encima de las mesas.

Es indudable que Cézanne embrujó con sus obras a una escasa población de su época. Fueron los jóvenes artistas que surgían en París los primeros en adorar sus cuadros. Después vendrían Paul Signac y Egisto Fabbri a comprar sus pinturas, dos hombres que enaltecieron su alma de artista como un dardo lanzado a la copa de un árbol. Con ellos comenzó su fama eterna.

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