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Un juego de doble filo

Por María Angélica Aparicio P.

Amarrar a Ucrania como lo ha hecho Vladimir Putin desde el año 2022 suena al descabellado propósito que se logró, tras el fin de la Primera Guerra Mundial, de repartir las colonias que Alemania tenía, como reservas de tierras productivas, en Asia, África, Europa y el Caribe. Igual de conflictivas, desajustadas y autoritarias han sido las dos operaciones: la primera ejecutada en el siglo XX y la segunda, a comienzos del siglo XXI.

Finalizada la Primera Guerra Mundial, los líderes de los países vencedores -Woodrow Wilson, Raymond Poincaré, Herbert Asquith- pusieron su firma en el tratado de paz suscrito, el Tratado de Versalles. De paso, se aseguraron que los alemanes firmaron el texto. Era el documento más importante del momento, el que ponía fin a tanta hostilidad, destrucción y muerte desde 1914.

Firmantes del tratado de Versalles.

Firmado en junio de 1919 en el Salón de los Espejos del Palacio de Versalles, la historia geopolítica cambió como consecuencia de este tratado: Alemania se vio obligada a entregar algunos de sus territorios en Europa, y todas sus colonias en Asia, África y el Caribe al Reino Unido, Francia, Bélgica, Polonia, Italia, Checoslovaquia, Japón y Estados Unidos. Sus propiedades territoriales, lejos de sus costas o cerca de sus fronteras terrestres, terminaron en poder de otros.

Como fichas entregadas al azar en un juego de parqués, la repartición hizo que países como India y Palestina quedaran en manos inglesas. Eran dos grandes zonas de Asia con una historia, ciudades y monumentos antiguos; con una población valiente, llena de tradiciones y costumbres. Sin embargo, Reino Unido se ocupó de administrarlas y de brindar, a los dos países, apoyo militar en caso de futuros conflictos armados.

Líbano, Siria e Irak quedaron bajo la supervisión francesa. No fue fácil para Francia asumir su mandato porque, en el alma de los ciudadanos de estos países asiáticos, la palabra “independencia” gritaba sola. Mejor solos que mal acompañados, rezaba el refrán. Mejor libres y apretujados que controlados por las potencias europeas. Pero Francia aceptó el reto de dirigir las tres naciones.

India logró liberarse del dominio del Imperio Británico tras una serie de disturbios, desobediencia civil y enfrentamientos con la policía inglesa. Hubo muertos y heridos. Mahatma Gandhi se lució en la tarea de exigir la libertad de su pueblo para alcanzar la autonomía plena del país. Finalmente, en el mes de agosto de 1947 Gran Bretaña soltó su lujosa joya de la India, grandemente valorada por los musulmanes e indios que la habitaban.

Al año siguiente, -1948- el turno de lograr la independencia le correspondió a Israel. El país nació como Estado en medio de las amenazas y el ruido de sus vecinos en el territorio conocido como Palestina. Los ingleses tuvieron su largo mandato de 24 años en esta zona occidental de Asia puesta a orillas del Mar Mediterráneo. Con los años, asfixiados con la permanente violencia entre judíos y palestinos, los británicos dejaron que Israel surgiera como nación independiente.

Bélgica recibió las zonas alemanas de Eupen y Malmedy en 1920, ubicadas al oriente de este país. Con estas anexiones fronterizas a Alemania, creció su territorio en unos 700 kilómetros de más. Desde entonces, los belgas podían manejar este corredor como parte de la provincia de Lieja y aprovechar los beneficios económicos y turísticos, inesperados, que les caen como maná del cielo.

Poznan.

Una operación parecida se maniobró con Posnania -conocida como Poznan- una ciudad bella y ordenada, de edificios envidiables, que pasó por varios propietarios hasta integrarse al imperio alemán. La derrota de los alemanes en la Primera Guerra y según el Tratado de Versalles, implicaba devolver Poznan a sus verdaderos dueños ancestrales: los polacos. Hoy es una de las ciudades más preciadas que tiene Polonia para el mundo.

La región alemana de El Sarre, situada cerca a Francia y Luxemburgo, pasó a la Sociedad de Naciones, -futura ONU- como bien se estipulaba en el Tratado de Versalles. El Sarre había sido un territorio gobernado por los romanos; luego ocupado por los Francos, pertenecientes a las tribus germánicas de la Antigüedad. El territorio causaba envidia por su riqueza concentrada en el carbón y el acero.

El Sarre.

Al perder El Sarre, Alemania abandonó las industrias que funcionaban allí; su población pasó de la tranquilidad asegurada a la incertidumbre más remota. Las regiones de Alsacia y Lorena que controlaban los alemanes, pasaron, también, a ser administradas por Francia. El gran poder de Alemania se debilitaba, reduciendo su extensión territorial y sus posibilidades de maniobrar, ampliamente, a nivel económico. ¡Zas! Poco a poco se veía como un pobre gusano.

Sometida al Tratado de Versalles, Alemania terminó por entregar, así, sus propiedades territoriales. A esto se adjuntó un proceso de desarme para evitar que volviera a un nuevo conflicto, y la obligación, sí porque sí, de indemnizar a los países vencedores por todo el barullo que desarrolló durante cuatro años de guerra infernal. El resultado final fue la situación económica, desastrosa, que cayó sobre los alemanes, y la llegada “auxiliadora” del nazismo.

Algo de este legado -la pérdida de tierras y el control administrativo bajo el poder de países extranjeros- suena a las imposiciones que Rusia busca en Ucrania para finalizar su rastrera invasión actual. Que Ucrania pierda las provincias invadidas por los rusos, con las industrias, los puertos, las zonas agrícolas, la población ucraniana y los recursos mineros, no puede constituirse en otro inaceptable Tratado de Versalles, y menos, impuesto a las bravas.

Sin embargo, es bien posible que el panorama que mueve la Federación Rusa sea poner al más asfixiado -en este caso Ucrania- a representar el rol de los alemanes al momento de firmar el Tratado de Paz de Versalles y verse obligado a entregar, por la fuerza, todos sus bienes. Las malas prácticas no pueden continuar siendo el sofoco de otros ni ser réplica de mañas ajenas.

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