Por María Angélica Aparicio P.
l libro “Vendidas” se ganó la furia y los aplausos de la comunidad francesa cuando fue publicado en 1993. Sus autores, Zana Mushen y Andrew Crofts, describieron, con ansias de libertad, la historia que le tocó enfrentar a Zana cuando era una adolescente que soñaba con las tiendas, los parques, la escuela, la moda y el romance juvenil.
A sus dieciséis años, Zana era una joven que proyectaba sus estudios escolares, la universidad y los amores de su amigo Mackie, en la actual Inglaterra. Pero la vida giró para esta joven en una dirección distinta. Su padre decidió venderla tras una fuerte caída de sus recursos económicos. La entregó a escondidas de su madre y sus hermanos, ofreciéndole unas maravillosas vacaciones de descanso.
En una zona montañosa al sur de Yemen, en Asia, se encontraba la casa de tres pisos, sin una pizca de lujo en su fachada, donde viviría Zana. Parecía suspendida en la pendiente de la colina. Se hallaba apartada del pueblo, rodeada del polvo del desierto, sometida al viento y a los enérgicos calores del día. Llegar hasta la puerta principal de la vivienda, era un trayecto infernal, especialmente para las mujeres.
El dueño se llamaba Abdul Khada. Era un pícaro musulmán que nunca rezaba sus oraciones del día; un yemenita patán y mandón. Viajaba entre Inglaterra y Yemen, entre Yemen y Arabia Saudita. Creía en la gobernanza del hombre y en el sometimiento de las mujeres a los caprichos varoniles. Sus palabras eran leyes y la desobediencia de las mismas, tenía un castigo: la esclavitud dentro de aquella casa que carecía de atractivos.
Abdul Khada vivía con su esposa Ward y sus dos hijos varones. La aldea donde se levantaba la vivienda se llamaba Hockail, un poblado tan diminuto que no aparecía siquiera en los mapas de Yemen. Estaba rodeado de montañas, de cielos azules y de insoportables moscas que pululaban durante el día.
Zana Mushen, la joven bonita de madre inglesa llegó a Hockail cuando apenas tenía dieciséis años. Su padre -Muthana Mudsen- le había prometido un cambio de ambiente para que conociera las playas doradas y los paisajes de sol propios de Yemen. La chica se creyó el cuento de pasar unos días fuera de casa entre bombones y delicias. Vibró y se ilusionó, como toda una cenicienta en su primer baile.
La misma Zana Mushen plasmó su historia en uno de los libros más comprados en Francia. Su obra “Vendidas” es una denuncia estructural de la violación de los derechos humanos. Se trata del más triste y directo pronunciamiento sobre la esclavitud que sufren las mujeres, los niños y las niñas en los pueblos apartados y medievales de Yemen. Por supuesto, se practica también en los países que permiten, todavía, el matrimonio infantil.
Abdul Khada era el amo desalmado, violento y sin compasión que Zana tuvo que soportar durante ocho años. Ocho años de embustes, golpes y obediencia a sus normas. Abdul Khada casó a Zana con su hijo de catorce años, Abdullah, un chiquillo ingenuo y despreocupado que, al igual que ella, no sabía de cargas, responsabilidades y faenas domésticas. Juntos formaron una calificada pareja de ingenuos.
Desde sus primeros días, Zana no pudo acostumbrarse a la casa. Era estrecha, oscura y sucia, con ventanas enrejadas y sin cortinas. Faltaban las sillas, los grifos, los inodoros modernos, los baños con ventilación. En su habitación de casada había una cama y una banca; se omitían los papeles de colgadura, los espejos con marco, las flores frescas, y algunos adornos como dos bonitos canastos, que decoraban su recámara de Inglaterra. El calor se concentraba dentro de las paredes y acaloraba la casa, sin piedad. Hervía como un horno gigante.
Casada con el chico Abdullah, la furiosa Zana comenzó a desarrollar un sinnúmero de labores domésticas. Bajo la mirada severa de su suegra y del malvado Abdul Khada, tenía que cocinar las arepas hechas de maíz -chapatis-; lidiar con los animales domésticos, traer ocho y diez bidones de agua de los pozos apartados, servir las comidas, y limpiar la casa pobre y maloliente donde vivía a modo de secuestro. Ninguna de estas faenas las había desarrollado en Inglaterra.
A su vida de esclava se sumó la picadura de los insectos, el aullido de las hienas, las amenazas de su familia yemenita, los sapos, los micos, el sisear de las serpientes, las caminatas inagotables hasta el casco urbano de la aldea. Pero igual, nada cambió. Su padre la había vendido para someterla a los planes autoritarios de Abdul Khada, el jefe que arreglaba todo con los gritos, los insultos y las bofetadas.
Al mes de su llegada, arribó a Yemen su hermana Nadia, también vendida por su padre. La casaron con un chico de trece años, Samir, un adolescente bien formado, que se las daba de hombrecito. Nadia venía a pasar las mejores vacaciones de su vida -como su hermana-, pero se encontró con otra realidad y otra historia. Ocho días después de su presencia en Yemen, ya estaba casada, y con la obligación de quedar embarazada cuanto antes.
Al cabo de ocho años, Zana pudo salir de Yemen y regresar a Inglaterra, su tierra de origen. Su hermana Nadia, que era dócil, menos crítica e histérica y más sumisa a las nuevas condiciones de vida, se quedó en la aldea de Ashube, cerca de Hockail.
Nadia permaneció en Yemen educando a Marcus –el niño de Zana y su marido impuesto-, y los cinco hijos que tendría con Samir. Para entonces, su suegro -otro yemenita machista e inescrupuloso- la había convertido en un zombi.
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