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A 40 años de la toma del Palacio de Justicia: mi memoria de una tragedia nacional

Por Hernán Alejandro Olano García.

El 6 y 7 de noviembre de 1985 quedaron grabados como uno de los episodios más dolorosos de la historia reciente de Colombia. La toma y posterior incendio del Palacio de Justicia, ejecutada por un comando del M-19 con financiación del narcotraficante Pablo Escobar, dejó un saldo trágico de 98 muertos, decenas de desaparecidos y una herida jurídica y moral que aún hoy no cicatriza. Yo tenía apenas dieciséis años, era un estudiante de primer año de derecho lleno de ilusiones y, sin saberlo, estaba a punto de presenciar uno de los capítulos más oscuros del país.

El Palacio de Justicia era para mí un lugar mágico. Lo visitaba con frecuencia desde 1984, cuando entré por primera vez con mi amigo Gonzalo Suárez Beltrán. Recuerdo cómo, frente a la cartelera del primer piso, él dijo: “Algún día nuestros nombres estarán aquí”. Esa frase se convirtió en un motor de mis sueños. Por eso, en 1985, ya como estudiante, me encantaba recorrer sus pasillos y saludar con respeto a los magistrados, quienes siempre me respondían con cordialidad.

La mañana del 6 de noviembre yo estaba en clase de Historia Constitucional con el doctor Luis Córdoba Mariño. Éramos pocos los que asistíamos con regularidad, y mientras el profesor relataba la expedición de la Carta de 1863, empezaron a escucharse voces desde el pasillo: “¡Salgan, salgan, que se tomaron el Palacio de Justicia!”. El claustro estaba agitado. Algunos profesores, magistrados de la Corte y del Consejo de Estado, no habían llegado a dictar clase; sin saberlo, nunca regresarían.

Salí del Claustro y, con la mezcla de curiosidad e imprudencia propia de mis dieciséis años, caminé hacia la carrera séptima. Ya había un tanque cascabel en la esquina con calle doce y un grupo enorme de curiosos, como yo, intentando descifrar lo que ocurría. Desde allí vi cómo se cruzaban ráfagas interminables de disparos entre los guerrilleros atrincherados en el Palacio y quienes respondían desde el edificio vecino del Banco Comercial Antioqueño.

Nunca pensé que estuviera en riesgo. Permanecí allí unos 45 minutos, hasta que de repente el tanque apuntó su cañón hacia nosotros. De inmediato, soldados y policías antimotines corrieron desde la Plaza de Bolívar y empezaron a dispersar a la multitud. Viví entonces una avalancha humana que jamás he podido borrar de mi memoria: persianas metálicas bajando, personas rodando al interior de los almacenes para refugiarse, gritos, golpes, miedo. Yo corrí hasta la 21 con séptima y paré frente a la cafetería La Florida, buscando dónde protegerme, todavía con lágrimas contenidas.

Caminé después hasta la calle 47 con séptima para tomar una buseta que me llevara a la casa de mi abuelo. Llegué exhausto, asustado y llorando. Mi tía Fanny estaba allí, y juntos escuchamos durante horas la transmisión de Radio Caracol. Las crónicas del periodista Guillermo Franco Fonseca —aquel que en 1980 se había desnudado frente a la Embajada de República Dominicana para demostrar que no llevaba armas— narraban la tragedia segundo a segundo. Recuerdo la explosión que abrió un boquete junto a la frase de Santander: “Colombianos, si las armas os han dado la independencia, las leyes os darán la libertad”. Esa frase, que tantas veces había visto con admiración, se mezclaba ahora con el humo y las llamas.

En un momento, los periodistas informaron que había salido Andrés Almarales, jefe del comando guerrillero. Yamid Amat repetía “¡salió Almarales!”, hasta que minutos después rectificaron: “No salió”. Las contradicciones y silencios eran constantes. Luego se conocería que, hacia la tarde, la ministra de Comunicaciones, Noemí Sanín, ordenó suspender las transmisiones en directo. Periodistas como Juan Gossaín y Yamid Amat recibieron presiones directas para interrumpir su labor informativa. Años después, Amat diría que esa censura “puso una venda sobre los ojos del país”.

Ese silencio informativo agravó la incertidumbre. Mientras tanto, la tragedia se consumaba dentro del Palacio: magistrados, empleados, visitantes y guerrilleros perdían la vida en medio del fuego y las decisiones militares. Décadas más tarde, la justicia condenaría al general Arias Cabrales por su presunta responsabilidad en la desaparición de varias personas, cuyos cuerpos comenzaron a ser identificados apenas en 2015.

El 7 de noviembre, el presidente Belisario Betancur se dirigió al país. Insistió en que había actuado en defensa de las instituciones y que había pedido a los guerrilleros rendirse bajo garantía de juicio justo. Pero los hechos seguirían siendo objeto de controversia. Años después, en 2015, Betancur pediría perdón por los errores cometidos durante la retoma: “Si errores cometí, pido perdón… muchas lágrimas resbalan en mi añoso rostro”.

Tiempo después, por orden de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, el presidente Juan Manuel Santos pidió perdón oficial en nombre del Estado a las víctimas y sobrevivientes del holocausto del Palacio de Justicia.

Cuarenta años han pasado desde aquel día que marcó mi juventud. Sigo creyendo que la memoria es el único camino posible para comprender y sanar. Yo sobreviví a la avalancha de la séptima; otros, a solo metros de mí, no sobrevivieron al fuego ni al silencio. Por ellos y por Colombia, seguir contando esta historia es un deber que no termina.

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