Por Eduardo Frontado Sánchez
Siempre he pensado que de las adversidades se puede extraer algo positivo. Todo en la vida tiene un porqué y un para qué, siempre desde la perspectiva de la enseñanza, la esperanza y el compromiso de trabajar por el bien común de la humanidad.
Resulta innegable que el mundo actual está sometido a niveles de conflicto alarmantes. Pareciera que ya no somos seres humanos, sino ollas a punto de ebullición, donde cada situación se convierte en una oportunidad para el enfrentamiento.
Es sorprendente —y preocupante— observar cómo se alcanzan soluciones temporales a conflictos como el de la Franja de Gaza, pero que estas surgen únicamente por la intervención de un tercero cuyo poder es tan grande que puede imponer su voluntad. Que una paz tan frágil dependa del interés o la ambición de figuración de otros demuestra cuán debilitado está el liderazgo mundial.
Vivimos una paradoja: en una era en la que la tecnología podría unirnos y ayudarnos a trabajar por el bien común, seguimos necesitando mediadores externos para resolver disputas que afectan no solo a una nación, sino a toda la humanidad.
Nuestro reto más urgente es cultivar la empatía y el diálogo. No basta con predicar la paz: debemos construirla. Se trata de crear espacios donde comprendamos que del conflicto no queda nada bueno, mientras que de las acciones que suman y transforman sí pueden surgir grandes cambios. Trabajar por el bien común no solo nos hace mejores ciudadanos, sino más humanos.
Esta humanidad de la que hablo no pertenece a un bando ni a una ideología. Implica reconocer que el poder y la ambición son trampas que nos alejan del verdadero propósito de la convivencia. No se trata de ser ciegamente tolerantes, sino de actuar con conciencia, midiendo cada una de nuestras acciones para determinar si contribuyen al bien o al mal.
Como humanidad, aún nos falta mucho por comprendernos, abrazarnos y dejar a un lado nuestras ambiciones. Debemos recordar que cada acción tiene una consecuencia, y que esas consecuencias nos definen como personas y como sociedad.
Quizás el mayor desafío de nuestros tiempos sea entender que nadie es realmente adversario de nadie. Todos tenemos la capacidad de convivir en armonía, siempre que seamos capaces de escucharnos y de reconocer que nuestras diferencias son una riqueza, no un motivo de conflicto. Porque al final, lo humano nos identifica y lo distinto nos une.
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