Por María Angélica Aparicio P.
Leer la historia de China es valorar la grandeza de un pueblo que ha trabajado duro. Un pueblo inmenso que se ha entregado con firmeza y lealtad. Cuando los dirigentes ofrecieron orden, leyes, sumisión y trabajo, los chinos ya se movían como hormigas. Desde épocas remotas e imperiales se educaron para trabajar, inventar, comerciar, diseñar y construir.
Como otro oficio ejemplar, también se instruyeron en el arte de la guerra. Sabían manejar el sable, la espada y el cuchillo, y combatir contra los enemigos, especialmente los mongoles y los japoneses. Crearon ejércitos disciplinados, con obediencia a las estrategias, atentos a cumplir las mínimas normas de sus generales.
Las estatuas de terracota de la dinastía Qin son la muestra irrefutable del tipo de ejército que organizó el Emperador Qin Shi Huang mientras tuvo valor y vida productiva. Fue el primer líder imperial de China. Sus guerreros tuvieron rostro, alma y movimiento para defender el territorio y unificarlo. Fueron guerreros consumados y valientes.
China, desde sus primeras dinastías, se catalogó como un país lejano al que no era fácil llegar dada su ubicación geográfica. Quedaba a kilómetros de Europa y a una gran distancia de la India. Lo más cercano a su entorno eran Japón, Corea y Mongolia por el lado norte. Llegar a China por tierra, o por mar, para un europeo, era igual que viajar a la luna antes de Cristo; toda una odisea. El continente americano no se había descubierto para acortar distancias.
China ya era un centro de comercio, apetecido por muchos, cuando arribaron los asiáticos. Sus inventos hacían furor en el interior de sus regiones nacionales: la pólvora, la brújula, el papel, las cometas, la rueda, la tinta, la porcelana. Hasta la pintura naturalista elaborada con pincel, tinta y tintero mosquea la curiosidad.
Los comerciantes asiáticos se prepararon para salir rumbo a la India. Partían a pie, o en bonitas embarcaciones, hasta China. A veces pasaban a Japón con el ánimo de comerciar. En China, los compradores adquirían productos finos, desconocidos en occidente.
Los árabes saudíes y los turcos trasladaban las mercancías hasta sus territorios. Los europeos observaban estos artículos, auténticos y raros, con la boca abierta como una cobra. Tener el poder adquisitivo suficiente para adquirir cada pieza, era la codicia de muchos, y la compensación monetaria de los mercaderes asiáticos.
Acabadas sus poderosas dinastías, muerto el gran Puyi como último emperador chino y superada la revolución cultural de Mao Zedong el intercambio de bienes siguió su ruta en los siglos XIX y XX. Nuevos inventos, nuevas manufacturas chinas, prendieron el entusiasmo de vendedores y compradores del mundo.
Miles de bodegas se expandieron por ciudades y pueblos de este gigantesco país asiático, el más poblado de nuestro planeta, con objetos fabricados “made in China”. Y como en los tiempos de Marco Polo, los compradores -de distintas nacionalidades- arribaron a China. Un boom comercial se desató por las mercancías aquí fabricadas. Jugaron papel los materiales, la mano de obra, los precios de risa, las reglas serias del intercambio y la industria.
De pronto resultó más fácil abrir fábricas en China que tenerlas en suelo nativo. Y las empresas -de muchos países- se apresuraron para instalarse allí. Contratar a los chinos como empleados o hacer una combinación de trabajadores chinos y extranjeros, se volvió una fórmula mágica para hacer negocios. Durante años, las prendas de vestir, los juguetes, los autos, los utensilios de cocina y los muebles, tuvieron el sello de los chinos.
Un buen día se apagó la bonanza comercial. El país asiático giró en busca de otra dirección: se lanzó a ofertar servicios en tecnología y construcción. Miró los proyectos de infraestructura que se balanceaban en países en desarrollo. Alzó su bandera en señal de interés; escudriñó con tesón y con sus ojos oblicuos nuevas iniciativas, respetando -hasta el momento- las condiciones impuestas por cada país.
Ganó en Perú para levantar el envidiable puerto de Chancay, el mayor desembarcadero sobre el Pacífico, aguas afuera, en estos momentos actuales. Situado a unos 75 kilómetros de Lima, unas dos horas de distancia, permite a los limeños visitarlo un fin de semana. El paisaje cultural que se ha levantado con el puerto, produce suspiros de orgullo, palpitaciones y nudos de regocijo.
Chancay es actualmente una obra clave para reducir costos y tiempos de transporte entre los países suramericanos y Asia. El puerto se ha convertido en un punto solucionador de problemas, como ha sido el canal de Suez, levantado por los franceses y los ingleses, en Egipto; igual de relevante al canal de Panamá para el tránsito de barcos mercantes, un paso que era necesario hacer, cuando más se gritaba para conectar los océanos Pacífico y Atlántico.
Mientras los intrépidos chinos, de decisiones rápidas y negocios de peso en oro se mantengan dentro de sus líneas tradicionales: respeto, igualdad y cooperación, habrá gobiernos demandando su ayuda en obras de infraestructura. Hoy se mueven como libélulas en busca de negocios prósperos para que su sello de calidad, confiabilidad y durabilidad sean tan simbólicos como uno de sus proverbios: Si caminas solo, irás más rápido, si caminas acompañado, llegarás más lejos.
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