Por Guillermo Romero Salamanca

Los hijos nacen con el reloj biológico impuntual. Pueden despertar a sus padres a las 3 de la mañana con un suspiro prolongado o a las 10 de la noche con un grito por el frío.

Son máquinas devoradoras permanentes. Se levantan con un apetito voraz, desayunan, una hora después están pidiendo más, antes de almorzar meten galguerías en sus barrigas, después pueden consumir helados o galletas, toman onces como un obrero, cenan de igual manera. No les alcanza su merienda y las neveras son asaltadas todo el día. Son omnívoros.

Por lo general preguntan a diario. No sólo sobre asuntos alimenticios, sino sobre geografía, filosofía, pintura, ciencia, astronomía, zoología, geología o metafísica. No se complacen con un “yo no sé”, porque hay que darles explicaciones lógicas.

Pueden tener desde uno hasta ochenta años y siempre tendrán miedo. Se asustan con el coco que no existe, con la policía, con los exámenes escolares, con los jefes, con las gripas, con los guayabos y hasta en el momento de ser padres.

Lloran de seguido. Sus gemidos, llantos, gimoteos,  lloriqueos, lamentos, suspiros, lagrimeos van desde pequeñas rabietas, falta de contemplaciones, ausencia de consentimiento, pelas por los novios o novias, pérdidas de sus equipos de fútbol o por su gordura.

Son caprichosos. Prefieren la comida de las madres a la de los padres, sólo el papá les pueden enseñar a amarrarse los zapatos, no les gustan las sopas de verduras, mordisquean el pan, hacen regueros, se limpian con los manteles, dejan moronas en el suelo y cuando tienen más de sesenta años hay que limpiarles las babas y afeitarlos todavía.

Producen cefaleas cada semana. Rompen vidrios jugando fútbol, molestan a los perros de los vecinos, esconden mascotas, se hacen regañar de las profesoras, no hacen las tareas, no aprenden a decir mentiras, saltan por los muros y los árboles.

Aprenden lo imposible. Silban y rechiflan. Hacen globos con 20 chicles, se los pegan a las compañeras del colegio. Son boxeadores desde los cinco años. Llegan a la casa sangrando y dicen que si vieran cómo quedó el otro niño. Al otro día se les ve abrazados.

Nacen defectuosos. Es necesario cargarlos, besarlos y darles mimos constantes repletos de cariño para animarlos.

Son maestros. Los más aventajados dicen cosas bonitas cuando llegan a la casa, los menos, traen un detalle. No son payasos pero siempre se les ve sonriendo y riendo de mil actitudes incomprensibles.

Son mecánicos. Desarman electrodomésticos, balines, relojes, radios, grabadoras, celulares y hasta arreglan los medidores de tensión de los abuelos.

Son periodistas. Producen noticias a cada instante. Son un peligro cuando están callados. Es necesario buscarlos y tranquilizarse porque están leyendo o durmiendo, de lo contrario, estarían arrancando la mata de la abuela, cortando el oxígeno del abuelo o tapando el lavamanos.

Son unas bestias. No calculan velocidades, pesos, controles de equilibrios cuando ven a sus padres y se les abalanzan para saludarlos o simplemente para darles un abrazo. Producen hernias y ni se inmutan.

Llevan siempre la contraria. Cuando los padres se ríen, ellos se enojan. Porque para sus progenitores les parece graciosa su última mojada de ropa, pero para ellos, fue una tragedia. Y si los padres son los que están llorando, ellos, simplemente, sueltan estruendosas carcajadas.

Son ateos. No quieren saber nada de Dios ni de los misterios de la vida, pero cuando van para un examen, los van a internar en una clínica o se van para el cuartel, piden que recen por ellos.

A veces salen avispados y se vuelven políticos. El corazón de padre palpita cada vez que anuncian los titulares de los noticieros y se piensa que en algo grave pueden estar metidos.

Las madres que más sufren son las que tienen hijos como árbitros y se llevan toda clase de ludibrios cuando pitan de manera mañosa una final de fútbol.

De todas formas, los hijos son necesarios y cuando se cumple la meta del billón de abrazos y besos con ellos, se puede descansar en paz.

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