Por Guillermo Romero Salamanca
Las primeras nalgas que se vieron en la televisión colombiana fueron las de Alfredo Gutiérrez Vital. Ocurrió el 18 de noviembre de 1983.
En el momento cumbre de su carrera en Venezuela, cuando interpretaba “Las dos mujeres”, Alfredo Gutiérrez, el ganador, hasta ese año, de dos Festivales del Vallenato fue invitado a las llamadas Fiestas de la Chinita que se hacen por ser los días religiosos para Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá de Maracaibo.
En aquella época el presidente de la vecina nación era Luis Herrera Campins. Eran los tiempos de la súper bonanza petrolera, de los subsidio para todo y cada casa había mínimo dos automóviles grandes que se tragaban toda la gasolina posible.
En Colombia, Belisario Betancur quería la paz con el M-19.
En Maracaibo, además de la llamada música raspa –orquestación para porros y cumbias– por esta época del año, sobresale la gaita. Raspa, gaita y vallenato fue una combinación perfecta para atraer a miles de personas en la caseta donde el jolgorio daría hasta las horas de la madrugada. Maracuchos y guajiros se hicieron presentes en la fiesta.
Esa noche del 16 de noviembre, estaba allí el cantante y artista colombiano más popular del momento: Alfredo Gutiérrez, quien era capaz de tocar el acordeón con los pies, mover sus labios para hacer infinidad de ruidos y presentar canciones románticas como “Anhelos”, “Ojos indios”, “La cañaguatera”, “El envenenado” y tropicales como “Festival en Guararé”, “La paloma guarumera” y “La diosa coronada”, entre otros.
Si bien es cierto La Billos Caracas Boys y Los Melódicos ocupaban los espacios de los clubes sociales y los grandes hoteles, Alfredo era en esos días el ídolo popular.
Alfredo nació para la música. Su padre, don Alfredo Enrique Gutiérrez Acosta le regaló el primer acordeón y cuando tenía 4 años, lo tocaba ya a la perfección. Su madre, doña Dioselina de Jesús Vital le enseñó a bailar y a cantar.
Desde los 6 años tocaba de pueblo en pueblo temas como “La piña madura” y “La múcura” y después de una actuación en Bucaramanga, fue invitado a conformar Los Pequeños Vallenatos al lado de Arnulfo Briceño y Ernesto Hernández. Con esta agrupación recurrió Colombia, Venezuela, Perú, Bolivia, Panamá y Ecuador. Al enfermarse su padre y él contar con 13 años abandonó esta parranda para radicarse en Bogotá, donde incluso, llegó a tocar en los buses para sobrevivir.
Lo conoció Calixto Ochoa, el de temas como “El Africano”, “Playas marinas”, “Marily” y decenas de éxitos más y se lo presentó a don Antonio Fuentes, el precursor de la discografía en Colombia. El dueño de Discos Fuentes quería hacerle la competencia al ídolo de aquellos primeros años de la década de los sesenta: Aníbal Velásquez, quien con canciones como “Cinco pa las doce” y “Un poquito de cariño” no tenía contendor.
Pero don Toño organizó Los Corraleros de Majagual y puso al hijo de Palo Quemado a comandar la línea de acordeoneros con Lisandro Meza y Calixto Ochoa e invitó a magistrales músicos y compositores como Lucho Pérez, César Castro, Eliseo Herrera, “Chico” Cervantes y Nacho Paredes.
El éxito fue enorme, sin precedentes. Alfredo ya era un gigante. Grabó después la famosa canción “La banda borracha”, en un desliz que les hizo a los de Discos Fuentes. Se separó de Los Corraleros y montó Los Caporales del Magdalena.
Se presentó a Festival de la Leyenda Vallenata y ganó en 1974 y 1974. Luego ganaría otra vez en 1986. No quiso presentarse más porque ya le daba pena seguir ganando.
Para volver al relato inicial, Alfredo se presentó en la caseta reina del Festival de la Chinita. Y allí al ver a los guajiros entremezclados con los zulianos, le dio por hacer lo que se hacía en Colombia antes de cualquier evento: interpretar los himnos nacionales. Le pareció normal. Primero entonó el “Gloria al bravo pueblo que el yugo lanzó, la Ley respetando la virtud y honor”…Y bien. No pasó nada. Luego tocó el de Colombia: “Oh gloria inmarcesible o jubilo inmortal, en surcos de dolores, el bien germina ya”.
Para completar su faena, Alfredo pidió un abrazo entre hermanos, para aunar a los pueblos. La gente lo hizo y brindaron con ron. Después, el maestro dijo: “Bueno, a lo que vinimos”. Y tocó “Las dos mujeres”. Éxito total. La gente bailó y gozó la primera tanda, luego la segunda, mientras se alternaba con Lisandro Meza, un grupo de raspa y una gaita.
Todo normal.
A la mañana siguiente, en una emisora local, un locutor le dio por decir que Alfredo había tocado en cumbia el himno de Venezuela y ahí se armó la de Troya. Constitucionalistas, leguleyos –que hay en todas partes–, normalistas y cuanto defensor de la patria venezolana sacó a relucir su patrioterismo.
La gritería y la protesta llegaron a Caracas. Alfredo dormía con su esposa Chila, en el hotel del Lago. Hacia las siete de la mañana, la PTJ, con sus machetes, llegó a la habitación, golpeó fuertemente la puerta y al músico, en calzoncillos, le decía cuando grosería se sabía. El maestro no entendía lo que pasaba y se lo llevaron descalzo, con un pantalón que le alcanzó su esposa y otro tanto sucedía con la músicos en el hotel Bermúdez.
El incidente se volvió internacional. Los directores y programadores colombianos vetaron a las agrupaciones colombianas y quedaron proscritas para los carnavales y fiestas de fin de año y otro tanto sucedía en Venezuela. Donde los locutores decían que “estos coños de madre no nos podrán ultrajar”.
Al día siguiente, el 18 de noviembre, Alfredo pudo salir de la cárcel, tomar un avión y llegar a Colombia. Los reporteros gráficos se presentaron al aeropuerto, los camarógrafos le apuntaban y un periodista le preguntó: “¿Es verdad que le pegaron?”. El músico, sin pensarlo dos veces, se bajó los pantalones y todo el país televidente, observó las nalgas moradas, por los golpes que le propinaron los hermanos venezolanos.