Por Guillermo Romero Salamanca

La noche del viernes 27 de noviembre de 1964 fue especial para los colombianos. El gran Marcos Pérez y Napoleón Mercado transmitieron por las ondas hertzianas, a nivel nacional, la pelea entre el bolivarense Bernardo Caraballo y el brasilero Éder Jofre, “el gallito de oro”.

Mientras el popular Napo decía, una izquierda de Caraballo, otra izquierda… una derecha, los oyentes en sus casas seguían segundo a segundo el duro enfrentamiento. Todos iban por Bernardo. La gritería estaba en las casas y en algunas tiendas. La sintonía era total.

La pelea fue pactada a 7 asaltos para buscar el Título Gallo tanto de la Asociación, como del Consejo Mundial de boxeo. Era la ilusión del pueblo colombiano de obtener un galardón universal. Sería el primero. Bernardo llegó a Bogotá precedido de todos los honores y se presagiaba una fácil derrota para el brasilero. A medida que pasaba el tiempo, Bernardo fue perdiendo aire y al final recibió una golpiza inolvidable.

Lleno de moretones, hinchazones, golpes rojizos en la cabeza, las costillas y en los brazos retornó a Cartagena. Los comentaristas decían que no había sido capaz y que otra vez tendría la oportunidad. La gente de la calle lo calificaba de “flojo”.

Bernardo Caraballo. Foto El Colombiano

Así de sencillo, en tiendas y cafetines no se hablaba sino de la pérdida del púgil que lo había dado todo en el ring del estadio Nemesio Camacho.

Años después contaría que esa mañana estaba a solo una libra de dar el peso, luego en la tarde en la hora del pesaje, en la misma báscula, estaba aún más pesado y lo hicieron subir a Monserrate –a más de 3 mil metros—lo metieron en un sauna, lo hicieron sudar y llegó sin físico a la contienda. “En el séptimo asalto ya no daba más y tuvieron que parar el combate”.

Bien conocida es la historia de Antonio Cervantes “Kid” Pambelé, quien el 28 de octubre de 1972 se coronó como campeón mundial, después de un duro enfrentamiento contra Alfonso ‘Peppermint’ Frazer, en un enfrentamiento donde los golpes se escuchaban de lado y lado. Fue una contienda sin piedad. Cada golpe ponía en riesgo la cara, el cuerpo, los ojos, el cerebro, los oídos y más de un corro de sangre quedó en los guantes, las cuerdas y la propia lona.

El país se emocionó con el triunfo. Miles de personas enarbolaron la bandera nacional, la tricolor se izaba en los edificios oficiales, se entonaba el himno con la más grande emoción y el “oh, gloria inmarcesible” se cantaba con la mano en el pecho, sin entender siquiera qué era “inmarcesible”, pero ya se tenía un título mundial. Decenas de bultos de harina se esparcieron en las calles y más de un borrachito decía que “Pambelé era una machera”. Estaban alegres porque el hombre de Chambacú había entregado un título mundial.

Antonio Cervantes Kid Pambelé. Foto El Colombiano.

Para llegar a ello, Antonio debió pelear en las calles, en gimnasio inapropiados y en peleas donde no tenía la superioridad. Había pasado hambre, persecuciones, confrontaciones con deportistas más sobresalientes, pero ahora era un Campeón.

Después del triunfo lo llevaron al Palacio de Nariño. Sí, a la casa presidencial. Era la primera vez que un negro de San Basilio de Palenque pisaba alfombra roja y era recibido por el mismísimo Misael Pastrana Borrero, el que se había robado las elecciones el 19 de abril de 1970 y siempre aparecía sonriente por una cicatriz que tenía en su cara producto de un accidente de aviación en la desaparecida pista de la carrera séptima con calle 112 de Bogotá.

–¿Qué quieres Antonio?, le preguntó el mandatario que inventó el Upac.

–Quiero agua, luz y un puesto de salud para mi pueblo.

El presidente volvió a mostrar su cara sonriente y a los pocos meses, San Basilio, una región a unos 50 kilómetros de Cartagena, adonde fueron los negros huyendo de la esclavitud, tenían después de 300 años o más de luchas, un puesto de salud y llegaba agua potable y tenían energía.

La gente aplaudía la generosidad y en plan diplomático de Pambelé. Hasta le hicieron monumentos, series de televisión y canciones.

“Es mejor dar que recibir”, decía humorísticamente el Rocky Valdez, cuando contaba sus historias mientras jugaba dominó en la plaza de Basurto de Cartagena.

Así lo han hecho los deportistas. Pasan años, desde niños, acompañados por la ilusión de unas madres que no les importa mojarse, lavar ropa llena de barro, aguantar hambre con tal de ver a sus hijos triunfar o ganarse una medalla. Hace unas semanas, cuando Colombia ganó los Juegos Suramericanos, más de una de ellas imploraba que algún medio de comunicación entrevistara o al menos publicara una foto de uno de sus hijos con una medalla de oro.

Lo cierto es que el sudor de los deportistas se confunde con las lágrimas que llevan en su alma, con sus ambiciones que pueden ser despedazadas por viles comentarios en segundos, pero gracias a esos esfuerzos hay transmisiones deportivas, adelantos técnicos con satélites de por medio, grandes estadios con aire acondicionado, lujosos restaurantes con pantallas gigantes, novedosos vehículos para los empresarios y ventas millonarias de licor, cigarrillo y otras cosas en discotecas y centros comerciales.

Un deportista es un sueño, es una ilusión y merece respeto.

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