La crisis del coronavirus ha llevado a los titulares y a las sobremesas cuestiones sobre la vida y la muerte. Mitos como la “muerte digna” parecen esfumarse cuando todo un país se vuelca en la lucha contra una pandemia. Sin embargo, aunque parezca contradictorio, esta podría ser una oportunidad para el avance de la cultura de la vida. En efecto, la crisis sanitaria ha puesto el foco en los problemas morales y nos ha obligado a navegar en la ética y la bioética. Aquí recogemos algunas lecciones aprendidas.

Por Belén Huertas y José Antonio Méndez- Revistamision.com

Cuidar nos hace felices.

“Hay más alegría en dar que en recibir”, se dice a menudo. Y lo hemos comprobado cuando tantas personas han dado la vida, literalmente. La preocupación por los demás ha motivado el día a día de muchos y –en medio del dolor– se han ensanchado corazones. ¿Cómo es posible? Lo ha explicado el Papa Francisco al elevar una oración por los farmacéuticos: “Es la plenitud del consuelo […]. La alegría es el fruto del Espíritu Santo, no la consecuencia de emociones que surgen por algo maravilloso”.

Somos vulnerables.

Nuestra sociedad lleva décadas imbuida en la mera satisfacción de los deseos personales y en la ilusión de un transhumanismo que nos haría casi indestructibles. Pero cuando estamos enfermos, se manifiesta que somos vulnerables, que necesitamos que nos quiten el dolor y que nos hagan compañía. La pandemia ha demostrado que “el individualismo es insuficiente para enmarcar la relación médico-enfermo”, explica a Misión monseñor José Mazuelos, presidente de la Subcomisión para la Familia y Defensa de la Vida de la Conferencia Episcopal Española, y médico de formación que ejerció la medicina antes de ingresar en el seminario. Al tratar a nuestros enfermos “es necesario tener presente la fraternidad humana y la dimensión social del ser humano, algo compartido por la ética clásica y el cristianismo”, recuerda.

Los mayores son nuestro gran tesoro.

La muerte de miles de residentes en centros para mayores ha sido devastadora. Ni siquiera sabíamos cuántos eran cuando Michael Ryan, director de emergencias de la OMS, reconocía la tragedia: “Son las personas más sabias de nuestra sociedad, las más valiosas, y no las podemos dejar fuera de nuestras comunidades”. No se entiende cómo ha podido suceder, pero habrá que hacer algo para que no se repita. Los ancianos son la raíz de la sociedad y de la Historia, como ha recordado el Papa: “Nos dieron la fe, la tradición, el sentimiento de pertenencia a un país de origen. Oremos por ellos, para que el Señor pueda estar cerca de ellos ahora mismo”.

Es preciso tratar dignamente al que sufre.

La pandemia se ha desatado en medio de una “cultura del descarte” denunciada con insistencia por el Papa, y en un contexto de promoción legal de la eutanasia. La misión de los cristianos es revertir esa tendencia y poner en primera línea la atención integral a quienes sufren para aliviar su dolor. Como recordó Benedicto XVI en Spe salvi, “una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado, también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana”. Y esto depende en gran medida de cada uno, porque “el individuo no puede aceptar el sufrimiento del otro si no logra encontrar personalmente en el sufrimiento un sentido, un camino de purificación y maduración, un camino de esperanza”.

El deber moral exige aumentar recursos.

En sus recomendaciones, el Comité de Bioética Español, órgano consultor del Gobierno, señaló: “Lo primero será disponer del máximo de medios para tratar de sortear la escasez, lo que exige movilizar todos los recursos personales y materiales disponibles, públicos y privados”. Las autoridades tendrán que dar cuenta de su gestión, porque no ha sido así. Mientras en otras áreas sociales públicas y privadas se manejan presupuestos desorbitados, la sanidad y la investigación siguen con escasez de recursos. Lo que sí hemos aprendido es que la limitación de recursos siempre ha acompañado a la medicina, no solo en tiempos de pandemia. Rafael del Río, neurofisiólogo y experto en Bioética, explica a Misión: “Hace no tantos años, ¿cuántas unidades de diálisis existían? Muchas menos que pacientes. Hoy mismo, ¿cuántos órganos hay para trasplantes? Muchos menos que pacientes que los necesitan”.

La complejidad no es excusa para “deshumanizarse».

Algunos piensan que adjudicar un respirador o una cama es una cuestión técnica, como descartar a posibles receptores de un corazón porque su grupo sanguíneo no es compatible con el donante. No es cierto: “La gran mayoría de aquejados por Covid-19 eran candidatos a recibir tratamiento con mucho mejor pronóstico”, sostiene Del Río. “Muchos se quedaron fuera porque no cabían. Esa decisión no tiene nada de técnico; está llena de criterios morales, no científicos”. Nos incumbe a todos definir qué valores deben guiar las políticas públicas en cuestiones fundamentales, y defender la dignidad humana más allá de criterios técnicos o económicos.

La ciencia necesita a las humanidades.

La investigación científica y la práctica médica pueden ser empleadas para salvar vidas, pero también para eliminarlas. No existen criterios exclusivos para médicos católicos, sino que son los mismos para todo médico humanista. Los explica monseñor Mazuelos: “Son el respeto a la dignidad de la persona, y la igualdad del valor de la vida de todos los seres humanos. La ética hipocrática ha sido acusada de paternalista, pero los médicos saben que su misión es curar o, si no pueden curar, aliviar: nunca ser señores de la vida de los otros”.

Por eso, científicos y médicos necesitan saber filosofía, ética, derecho… Una joven canadiense afirmaba en plena pandemia: “En la universidad, no entendía por qué nos exigían estudiar humanidades. ¡Yo era de Ciencias! Ahora, cuando todo el mundo está pendiente de un virus, en lo que más pienso es en las estructuras sociales, la desigualdad y el sacrificio. Pienso en las personas”.

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