Por María Angélica Aparicio P.
Construir un museo como Yad Vashem no es como soplar un pitillo para producir viento. Edificarlo se convirtió en una tarea titánica, en una cacería de datos, de búsqueda de hechos, de documentos. Fue una persecución de testigos, familias, ciudadanos, muertos y sobrevivientes. Conseguir que la obra tomara cuerpo, forma, desde 1954, fue resultado de la persistencia de sus arquitectos y diseñadores quienes, en equipo, apuntaban a un propósito común: mostrar la demencia y la injusticia de los hombres que habitan este planeta.
Yad Vashem es un museo localizado en Jerusalén, capital de Israel. Ocupa una superficie de 4.200 metros cuadrados. El visitante camina entre edificios de poca altura, espacios al aire libre y exhibiciones bajo tierra. El modernismo y la historia trágica se juntan aquí con una fuerza increíble.
Recorrer sus exhibiciones es regresar a la barbarie de las armas, de los aviones y barcos de guerra, del espionaje y la violencia de género. Es retrotraer los acontecimientos del Holocausto (exterminación de judíos) que hicieron parte de la segunda guerra mundial. Es dejar que las lágrimas rueden ante la despiadada locura de otros.
Allá, al oriente de la bella Jerusalén, se encuentra el monte Har Hazikarón, conocido también como el monte del Recuerdo. En carro, en bus o en tren se llega a esta espléndida loma. Si pudiéramos volar encima, veríamos que el museo tiene la forma de una flecha. Una saeta larga, directa, que atraviesa el monte de extremo a extremo. Los arquitectos Moshé Safdie, Irit Kohavi-Krauze y Shlomo Aronson, autores de este gigantesco proyecto, ofrecen una arquitectura ingeniosa, algo de verdad, fuera de serie.
Al museo se ingresa por un puente hacia un conjunto de salas. Por la angustia que se vive en su interior, el corazón se arruga y los sentimientos, que se tornan amargos, entran en conflicto. Hay más de dos millones de biografías de quienes murieron en el Holocausto, además de objetos originales de los muertos, bienes de múltiples judíos, esculturas y pinturas elaboradas por los sobrevivientes de los campos de exterminio, y otros miles de artículos, donados por presos, familias y organizaciones nacionales e internacionales.
El museo con sus salas bien planeadas, sus prados, los árboles y los monumentos que presenta, conforma veinticuatro sitios para que el turista -nacional y extranjero- piense. Es importante que el visitante reflexione, y agite sus pensamientos en pro de un mundo mejor, de una vida saludable, muy al servicio de los demás, pues los elementos que se muestran producen un silencio robusto, una sensación de ahogo al volvernos receptores visuales de lo que significa toda una tragedia, una historia de profundos pesares.
Yad Vashem encierra los hechos que sucedieron en Europa, desde 1942, cuando Adolfo Hitler era el canciller de Alemania y la ocupación ilegal del continente –por los alemanes– se traslucía en el día a día.
La orden fue perentoria: hombres, mujeres y niños serían arrestados y llevados en vagones de tren, utilizados entonces para transportar ganado, hasta los campos de exterminio tipo Auschwitz, Chelmno, Treblinka. Tres años después, comenzó la liberación de aquellos presos: judíos, franceses, polacos, gitanos, eslovacos, húngaros y checos que vivían en estos campos bajo el yugo alemán. Comenzaba el año 1945.
Los judíos, los israelitas nacidos en Israel después de 1948 y los sabras (judíos nacidos en Israel antes de 1948) se fijaron la meta de no dejar, nuevamente, que la barbarie se repitiera sobre ellos. Desde la fundación del Estado de Israel, la defensa constante de su territorio y de su población ha demostrado esta premisa. Y sigue en pie tras los imparables ataques entre el Estado de Israel, el grupo Hamás, Hezbollah y los hutíes desde el mes de octubre del 2023.
Para registrar los horrores que vienen sucediendo en la Franja de Gaza y el norte del Líbano, otros dos museos Yad Vashem tendrán que construirse en el siglo XXI. Habrá que levantar dos sitios de reflexión, diferentes, para recordar las vidas que se han perdido en estos dos últimos años. También para brindar homenaje, de manera exclusiva, a los niños, el eslabón más débil de estos enfrentamientos bélicos. Ajenos al pensamiento y actuar de sus destructores, los infantes israelítas y palestinos tienen derecho a un mausoleo colectivo –como se atesora para los infantes en Yad Vashem–, con sus nombres, fotografías, voces e historias personales.
El mausoleo de los niños en Yad Vashem es una preciosa gruta subterránea construida cerca a la Plaza Janusz, otra obra del ya reconocido Moshé Safdie. En su interior se brinda honor a más de un millón de chicos que fallecieron en los duros campos de concentración. Numerosos cirios, alineados, alumbran este recinto a medida que se camina bajo el techo entre paredes rocosas. El cuerpo de los visitantes se tensa mientras un nudo, grueso, repentino, aprieta la garganta. Es duro, difícil, asimilar semejante atropello humano, igual que aquí, en Colombia, con las víctimas de la guerra.
Frente a los daños que han causado palestinos e israelitas este 2024 queda una colosal labor: recopilar bienes, ladrillos, puertas agujereadas, información, imágenes, prendas de vestir, marcos de ventanas, utensilios de cocina, para levantar los museos del futuro que nos hagan caer en cuenta, vergonzosamente, de nuestro sangriento crepúsculo.
Al finalizar el extenso recorrido por Yad Vashem, el público termina en un balcón que se enlaza, de manera maravillosa, con el paisaje de la Jerusalén moderna, plácida, sublime, suficiente en historias religiosas. Aun con este bonito panorama, el alma continúa su larga congoja por aquellos judíos y europeos que, humillados por los alemanes, no merecían vivir con el sufrimiento a cuesta.
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