Por Isabella R. Calero
Fotos: Fernando Bello Mendoza
Parafraseando el título de una de las ficciones célebres de García Márquez, escribo esta crónica de mi regreso a Villa de Leyva en un intento por celebrar su pasado reciente y su imparable progreso.
Villa de Leyva, o Villa Canas, como ingeniosamente la llaman hoy numerosas personas mayores de 50 años radicadas acá, es un municipio icónico del departamento de Boyacá, enclavado en la subregión del Valle de Monquirá, conocida también como la Provincia de Ricaurte en el Alto Valle de Zaquencipá, según la denominación muisca. Para mí, simplemente es mi refugio después de regresar a Colombia.
¿Por qué mi regreso estaba anunciado? Porque desde que conocí Villa supe que viviría aquí algún día. Mi madre, Blanca Isabel Calero, psicóloga de los Andes, y mi padrastro, Pedro Manuel Lombana, economista del Externando, nos traían a mis hermanos y a mí desde muy pequeños. Corríamos y jugábamos atravesando su Plaza Mayor mientras ellos descansaban de la capital tomándose unos “traguitos” y tertuliando sentados en los pocos negocios que había en aquel momento. Formaban parte entonces de los intelectuales y hippies de los 70. Sin falta, y durante casi cuatro décadas, la visitábamos cada fin de semana.
Ellos ya se fueron, pasaron a mejor vida. Por expresa voluntad, las cenizas de mi madre reposan acá y hoy, el resto de la familia viene a pasear los fines de semana. Desafortunadamente, hace un año falleció nuestra hermana Juliana en suelo norteamericano. Como no había podido volver a Villa, la familia la convirtió en residente permanente a través de sus cenizas, amorosamente sepultadas al pie de un árbol de flores hermosas en el jardín de la casa de mi hermana menor Ximena y mi cuñado Óscar, construida en las cercanías del pueblo.
Con las cenizas de ambas en este lugar, ¿en dónde me podía sentir más protegida y viva que nunca? Bien sea por el destino o los artilugios de la nostalgia, estaba más que establecido que yo tenía que volver y, sin falso orgullo, confieso que siempre me acompañó la premonición de que terminaría viviendo en esta bella Villa algún día.
Ella me recompensa hoy con su paisaje, los aromas y sabores que la habitan centenariamente, los que demuestran entre otras que su esencia está viva: el hervor del chocolate, el pan recién horneado; la delicia del alfandoque, de los besitos de novia y las galletas media luna. Para suerte de todos, eso no ha cambiado en medio de la pujanza que se siente en cada esquina, donde puedes llevarte además la sorpresa de encontrarte con los recuerdos de la adolescencia, de los amores fugaces o inconclusos, de las vivencias fraternales, todo lo cual me produce un verdadero tsunami de sentimientos.
Al igual que yo, Villa ha crecido y es una realidad innegable que ambas maduramos.
Por eso veo más casas, más cuadras, más gente; veo su icónica fuente llena de recuerdos y su inmutable pequeño torrente de agua. Cómo olvidar el interminable empedrado de la Plaza Mayor, sobre el que siempre hay que caminar atento; oigo el llamado de sus campanas y vuelvo a los grandes escalones donde se sientan espontáneos a tocar guitarra y cantar al calor del aguardiente Líder.
Viajé durante tres horas desde Bogotá por su autopista Norte y aquí estoy. Busqué donde vivir y elegí un ático, el típico refugio de los escritores en tiempos del boom latinoamericano. Ahora entiendo por qué Fuentes, Vargas Llosa, el mismo García Márquez y tantos otros, elegían un espacio así en Europa para perfeccionar su arte mayor. Su techo severamente inclinado me inspira y, aunque desde aquí no se divisa la torre Eiffel, por su angosta ventana puedo solazarme con la seguidilla de montañas verde esmeralda que rodean a Villa de Leyva.
Esas montañas, además de circunvalar el municipio son el alma de la región, nos regalan su agua y sus árboles proveen sombra. En gran parte, volví también por esa grandiosa vista, grabada para siempre en mis recuerdos. San Marcos, San Pedro de Iguaque, padres protectores de la vida, del agua, de todo.
Siento que Villa tiene lo que se necesita para dar un gran alto en nuestra vida. La gente que viene se queda porque está cansada del afán, del ruido y la rutina citadina. Aquí conviven por igual los separados, las viudas y parejas de géneros diversos, así como matrimonios de todas las edades con sus hijos, más un buen número de pensionados.
Villa da para todo y alcanza para todos, como una cálida cobija de retazos que une personas para crear comunidad.
Tiene una energía inexplicable que te impulsa como las aguas de la cascada de la Periquera y te ayuda a descubrir que puedes amar la cultura recreativa. También es una mezcla de muchas villas: la musical, la poética, la del cuentacuentos y la gastronómica. Aquí conviven armónicamente la arquitectura del pasado añorado y el rotundo presente, donde puedes sentir arcanos personajes y sus historias sin tiempo paseando por sus placitas y rincones.
Cada sábado puedes experimentar la otra Villa: la del mercado de campesinos, quienes han aprendido el método infalible de darte a probar lo que luego terminas llevando a manos llenas. Literalmente es imposible vencer la tentación de comprar más de lo previsto, con tantos sabores y colores colmando tus sentidos.
El epílogo clásico de ese ritual sabatino es almorzar saludando al paso a nuevos y viejos amigos. Después te detienes a comprar el pan donde Doña Aleja y saborear un postre en “La Galleta” o “El Pescador”, acompañado por un delicioso café.
Al final entiendo a qué llegué y por qué planeo quedarme: aquí el tiempo transcurre despacio y este pueblo te atrapa, te invita a vivir de nuevo. Donde no es extraño que tu vecino sea un poeta, un pintor o un escritor; que puedas saludar en tu camino al párroco, que vuelvas a creer en ti y dejar una huella plasmada, como hicieron los plesiosaurios que habitaron esta región cercana al desierto de La Candelaria, que alguna vez fue mar.
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