El reciente informe de La República (2025) reveló nuevamente la brecha entre las economías líderes en inversión en investigación y desarrollo (I+D) —Israel con 6 % del PIB y Corea del Sur con 5,2 %— y países latinoamericanos como Colombia y Costa Rica, que apenas superan el 0,3 %. Este dato suele interpretarse desde la lógica del déficit: falta de recursos, falta de innovación, falta de política. Sin embargo, desde una mirada apreciativa (Varona, 2019), estas cifras también pueden leerse como expresión de un potencial relacional no desplegado.

El problema de fondo no es sólo financiero, sino cultural y simbólico: los actores del sistema nacional de innovación —Estado, empresa y academia— carecen de una narrativa común sobre el valor del conocimiento. Iván Darío Hernández (2015), en su capítulo ¿Cómo generar una mayor sinergia entre inversión privada y pública en actividades de Ciencia, Tecnología e Innovación (CTI)? publicado en El posconflicto: una mirada desde la academia (Academia Colombiana de Ciencias Económicas), sostiene que la baja inversión privada en CTI en Colombia refleja la ausencia de una cultura del riesgo compartido, no simplemente la escasez de capital.
El modelo propuesto por Hernández (2015) integra tres dimensiones:
1. Ontológica, al entender la innovación como proceso colectivo, no individual.
2. Epistemológica, al promover el conocimiento dialógico entre ciencia y producción.
3. Praxeológica, al diseñar instrumentos concretos de cooperación.
El autor plantea un sistema de tres fases —agenda, prototipado y sostenibilidad— donde la sinergia se construye gradualmente: el Estado asume la incertidumbre inicial, las empresas se vinculan a medida que surgen resultados y la academia actúa como mediadora del aprendizaje. De este modo, la financiación mixta se convierte en una estrategia de confianza institucional.
El paradigma apreciativo aporta aquí una clave esencial: lo que apreciamos, crece. En lugar de diagnosticar únicamente los fallos, la política de CTI debería amplificar los aciertos. Colombia cuenta con experiencias valiosas —programas de regalías para innovación, alianzas universidad-empresa, centros regionales de desarrollo tecnológico— que ya expresan una capacidad de cooperación en germen.
Releída desde esta perspectiva, la propuesta de Hernández es más que un diseño instrumental: es una pedagogía de la cooperación. Enseña que la innovación florece cuando el riesgo se distribuye socialmente y el conocimiento se reconoce como bien común. Así, la inversión pública deja de ser subsidio y se convierte en capital de confianza; la inversión privada deja de ser oportunismo y se vuelve corresponsabilidad.
En términos apreciativos, la economía del conocimiento no consiste en corregir déficits, sino en cultivar vínculos generativos. Los países que logran altos niveles de inversión en I+D no solo disponen de recursos financieros, sino de una cultura que celebra el aprendizaje compartido y la reciprocidad.
El verdadero reto para América Latina no es alcanzar los porcentajes de Israel o Corea, sino aprender a conversar entre sus propios actores. La innovación requiere esperanza organizada: la convicción de que el futuro se construye cuando el Estado, la empresa y la universidad se reconocen mutuamente como co-creadores.
Como concluye Varona (2019), “una organización florece en la medida en que se atreve a conversar con su mejor posibilidad” (p. 71). Invertir en ciencia y tecnología es, en última instancia, invertir en esa conversación: la del país consigo mismo.
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