
Por Esteban Jaramillo Osorio
Hay una tendencia actual, a “sacarle provecho” a los escándalos, sin conocer sus trasfondos. A distraer con malicia, para ocultar los fracasos. A tirar cortinas de humo con justificaciones.
Después de los recientes incidentes racistas, aparecieron decenas de versiones contradictorias, acusando o eximiendo a los protagonistas, bajo supuestos. Se habló con propiedad de lo ocurrido y a segundo plano se llevó el fútbol en su esencia.
Tiene un severo protocolo la FIFA, al respecto, que compromete al árbitro, con tolerancia cero frente a situaciones como estas. Pero no lo cumplen.
Las proclamas racistas son despreciables. Aunque los insultos provocadores, entre jugadores, son comunes, con una pérdida de respeto desbordada, por la intolerancia que genera el fútbol.
Como el sofisma de distracción logra sus frutos, hablan los periodistas día y noche de los escándalos y no del fútbol, en lo que podría denominarse goles y autogoles de las lenguas.
No es difícil entender que, como ha ocurrido en el pasado, la tendencia de los entrenadores para sobrevivir a los malos resultados, sea complicar los partidos, ganar los puntos en los escritorios, apoyados en reglamentos obsoletos o confusos, cuando se ven incapaces de dominar a los rivales en las canchas.
Es el recurso del mediocre.
Recurren a cuanta maña existe, entre ellas el agravio que descontrola, para dominar desde las mentes y las emociones. Raro no es recordarle al adversario episodios de su vida, infidelidades de su novia o su esposa, deslices juveniles, o burlarse del color de su piel.
No solo es el “negro” despectivo, o “simio”, “gonorrea”, “te voy a romper el culo”, “Hijo de p…” “tronco inmundo”, “marica desenfrenado”, “en la calle nos vemos”, «eres un cobarde», «malparido», que terminan en grescas.
Con la adrenalina a tope, sin control al dopaje, demeritar al rival desde las frases desbocadas, se convierte en una herramienta predilecta.
Es una abierta guerra psicológica cuando las habilidades con el balón no prevalecen.
No se sabe que es peor, si el insulto en sí, en este caso racista, o los malabares posteriores para justificarlo, en muchos casos con la descarada negación de lo ocurrido.
Rechazo total a los señalamientos por el color de la piel o por la raza, lo que las autoridades del fútbol miran con solidaridad a los afectados, pero también en muchos casos, con inacción e hipocresía.
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