
Por Hernán Alejandro Olano García
Miembro de la Real Academia española de la Lengua y de las academias colombiana, panameña y boyacense.
La famosa escritora española Lucía Etxevarría, ganadora del Premio Nadal en 1998, del Premio Primavera 2001, del Premio Planeta 2004 y del Premio Ladrillo 2020, licenciada en Filología Inglesa y Periodismo, quien antes de publicar su primera novela, colaboró en Ruta 66 y en Nuevos Medios, fue jefa de prensa en Sony y responsable de comunicación en Fnac Callao, dijo en una entrevista en Palabra por palabra, en La 2 de España, el 12 de abril de 2005, que «murciélago» era la única palabra en el idioma español que contenía las cinco vocales, lo cual es un error, pues hay muchas otras palabras pentavocálicas; incluso se dice que hay un total de 42266 palabras con las cinco vocales en el castellano.
Por esa razón, este cuento, recoge algunas de ellas, bajo el título de “El enigma pentavocálico”.
En una ciudad escondida entre montañas, donde los arquitectos diseñaban edificios escuálidos, pero de gran belleza, vivía un hombre llamado Aurelio. Su vida transcurría entre libros y ecuaciones complejas, pues su mente meticulosa buscaba resolver problemas que nadie más entendía.
Una mañana, mientras tomaba un té de eucalipto, recibió la visita de su abuelito Eulalio, un anciano reumático y de trajes reticulados. Su abuelo era un auténtico sabio del pueblo, conocido por seguir el arquetipo del pensador clásico. Sin embargo, aquella vez su rostro reflejaba perturbación.
—Aurelio, he descubierto algo inquietante —dijo con voz grave.
—¿De qué se trata, abuelo? —preguntó Aurelio, ajustándose las gafas.
—Hay un antiguo manuscrito en el estanquillo del pueblo. Se dice que contiene un enunciado irresoluto desde hace siglos.
Intrigado, Aurelio corrió hasta el viejo estanquillo. Allí, el dueño, un comunicante muy afable, le entregó un pergamino amarillento. Al leerlo, se percató de que se trataba de una ecuación numérica vinculada a una profecía jerárquica. Solo un gran matemático podría descifrarla.
Se encerró en su estudio, meditando. Entre cálculos y razonamientos, recordó una historia sobre un monje repudiado que consiguiera resolver un misterio similar hace siglos. También supo de un antiguo caso de adulterio en el que una encubridora ayudó a escapar a un noble esquilado por la justicia. La historia estaba relacionada con la misma profecía y, según el relato, un estimulador mental podría ser clave en la resolución del problema.
Decidido a resolver el enigma, Aurelio visitó a una anciana milonguera, famosa por su sabiduría. Ella le contó que el secreto estaba en la observación de los murciélagos, pues en su vuelo errático se escondía un patrón matemático. Con renovada energía, trazó fórmulas y patrones hasta que, tras horas de esfuerzo, logró encontrar la solución.
Mientras resolvía la ecuación, recordó que los antiguos aceituneros habían usado patrones matemáticos para organizar sus cultivos, algo que también se mencionaba en los manuscritos de la reconquista. En el momento en que su mente casi desfallecía, un sonido enronquecía en su garganta por el esfuerzo mental, pero un simple abaniqueo de aire fresco le devolvió la concentración.
Entonces, con una última línea de cálculo, logró dar con la respuesta correcta. La clave estaba en un principio informulable hasta entonces, algo que los antiguos sabios habían preludiado en sus escritos, pero que nunca habían terminado de descifrar.
Cuando salió del estudio, su abuelito lo esperaba con una sonrisa.
—Sabía que podías hacerlo, Aurelio.
Gracias a su mente brillante y su dedicación, Aurelio había descifrado un secreto que cambiaría la historia de su pueblo. Desde entonces, su nombre fue recordado como el del hombre que resolvió la ecuación imposible, inspirando a generaciones futuras a no rendirse ante lo desconocido.
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