Por María Angélica Aparicio
Tres embarcaciones arribaron en 1492 a una pequeña isla en medio del Océano Atlántico. “Tierra, tierra”, había gritado Rodrigo Triana cuando vio, con su catalejo de metal, un montículo cubierto de vegetación que flotaba en el agua. El pedazo de tierra era una parte mínima del archipiélago de las Bahamas, ubicado a 504 kilómetros del estado de Florida. Pronto se inició el desembarco de las naves. El hombre importante de aquella travesía, un Almirante, vestía zapatos de charol, sombrero y otras prendas más, inapropiadas para el clima tropical. Era un marinero avezado, también cartógrafo, que se dio a conocer en Europa como Christophorus Columbus.
No hubo desmayos cuando los indígenas –casi desnudos– se cruzaron con la caravana de hombres que había desembarcado. Pero sí hubo ruidosas carcajadas al notar los atavíos que tenía puesto don Christophorus. Con semejante calor, en una isla que invitaba al uso permanente del taparrabo, o a lucir la piel tal como se veía en un espejo, parecía un extravagante payaso. Los tripulantes que le acompañaban soltaron a su vez la risotada, cuando vieron los adornos de oro –orejeras y narigueras– colgando del rostro de los indígenas.
Superado el susto por los trajes y la ambición por las joyas, las naves españolas acapararon la atención de los indígenas. Aquellas embarcaciones –carabelas y nao– que habían traído los españoles, eran gigantescos monstruos que se sostenían en el agua. Construidas de madera, con mástiles, velas triangulares y un mirador de vértigo, en nada se parecían a las canoas que se elaboraban en la isla. Bajo la cubierta de la Nao –la Santa María– se encontraba el camarote del Almirante Columbus. Las canoas de los nativos eran tan, tan pequeñas, –medían lo que medían cinco indios acostados– que no tenían dormitorios para nadie. Apenas podían guardarse los remos y olvidar en el piso, si sucedía, un racimo de peces atados a una cuerda.
Las ideas dominantes de los españoles, llegaron aquí cuando el asunto de las carabelas y las canoas pasó la página. Los españoles dejaron esta isla –llamada Guanahaní (San Salvador)–. Siguieron su ruta por las islas más cercanas: Haití, Puerto Rico, Jamaica, República Dominicana, hasta tropezar con las costas de Venezuela y llegar a Colombia. Se metieron por el río Magdalena y aterrizaron –entusiasmados– en las tierras de los indígenas Muiscas. Durante su travesía no vieron una sola Iglesia, ni gótica, neoclásica o barroca, para celebrar misa en agradecimiento a sus conquistas. En España, las iglesias abundan por montones.
Pronto nuestro país se volvió un virreinato –el virreinato de Nueva Granada– y como colonia española que era, aparecieron pueblos desparramados por el territorio. Con doce chozas y una iglesia –la del Humilladero–, quedó constituida Santa Fe de Bogotá al modo español. En el centro –localidades de la Candelaria y la Catedral– se levantaron los edificios del gobierno, las casas coloniales, las mercerías, las calles polvorientas. Se combinaron los conventos religiosos con las iglesias católicas, por supuesto, menos decoradas y artísticas que los templos religiosos de Austria, España, Francia y Portugal.
Las iglesias se contaban entre los edificios más altos de Santa Fe de Bogotá. Era fantástico echar un vistazo desde un balcón de madera, y distinguir los techos y sus campanarios. A veces resultaba grato escuchar su gong, el gong de las campanas, para acudir a misa. Los templos de la Tercera, la Veracruz y San Francisco –localizadas hoy en la Avenida Jiménez– quedaban a escasos metros entre sí. Era una pintoresca aventura visitar el interior de las tres para descubrir la gran riqueza de la época: pinturas ejecutadas por autores criollos y españoles; crucifijos, púlpitos, esculturas, bóvedas, altares, retablos, tumbas, hasta capillas laterales.
Otras iglesias decoraban el entorno de Santa Fe de Bogotá: San Francisco, las Aguas, Egipto, la capilla del Sagrario, la Catedral Primada. La gente acudía a las iglesias con sus mejores prendas. Entraban con fe. Los sacerdotes utilizaban el púlpito para dar los sermones, y los mestizos –con su silencio de sepulcro– rezaban las oraciones con fervor. El mismo recogimiento lo practicaron por años los indígenas Muiscas en su templo de Sogamoso. Y la misma fascinación –respeto absoluto– la transmitieron en las lagunas y cerros del altiplano cundiboyacense.
El gusto de los españoles en nuestra tierra, también tuvo eco en las iglesias radicadas en España. La catedral de Santa María de Toledo es un templo gótico de arriba abajo, lo “in” en esta clase de estilo arquitectónico. Sus últimos retoques se dieron en el reinado de los Reyes Católicos –Fernando e Isabel–. Contemplar su fachada externa –tiene 92 metros de altura– propicia variadas sensaciones: altura de vértigo, mano de obra agotadora, miles de piedras utilizadas para levantarla, trabajo arduo. ¡Imponente! Traspasar sus puertas –tiene seis– invita a la meditación, pero también, a ver su interior desde los ojos del arte: retablos, vitrales, lámparas de cristal, esculturas, trabajos en madera, murales, iluminación natural.
Desde 1882 se viene construyendo la Basílica de la Sagrada Familia. Barcelona es la ciudad que sostiene esta obra magnífica, brillante, jamás puesta en la mente de otros, obra del arquitecto catalán Antonio Gaudí. Cientos de personas entre españoles y europeos vienen –al día– a sentirse chiquitos dentro de esta colosal estructura en la que trabajó Gaudí durante incontables horas de su carrera profesional. Tanto su fachada externa como su interior, son una invitación a conservarla intacta, sin roturas, sin eslóganes; una invitación a vivir un auténtico silencio. Cuando se acabe, –en el 2026–, tendrá un total de 18 torres. ¡La locura!
Esta basílica, única en sus formas, en su verticalidad, en sus desafíos, representa el máximo orgullo de Cataluña, es uno de los grandes tesoros de España. No tiene ninguna otra iglesia, fuera del Vaticano, que pueda competirle como obra artística y religiosa. Tras 141 años de trabajo incansable, la terminación de la Basílica se dará –si todo sale de acuerdo a lo planeado– dos años después de culminar la ardua restauración de la Catedral de Notre Dame en París.
También puede leer: