
Por Eduardo Frontado Sánchez
A lo largo de mi trayectoria como escritor he intentado transmitir mensajes que motiven, incluyan y humanicen. He buscado hacerlo de forma sencilla, clara y, sobre todo, inspiradora. Con el tiempo he comprendido que, de una u otra manera, mis textos pueden generar cambios en quienes deciden acompañarme en este viaje de escribir y leer.
Sin embargo, nunca había hablado del significado profundo de esos cambios, ni de todo lo que ha despertado en mí, la responsabilidad semanal de escribir, especialmente, de mi primer libro, Desde mi esquina. Ese libro no solo transformó mi vida profesional; también remodeló aspectos muy personales que no imaginé que la escritura tocaría.
Entonces surge la pregunta inevitable: ¿hasta qué punto la escritura puede ser un agente transformador? A simple vista, la respuesta parece sencilla. Pero la realidad es más compleja: escribir no solo mueve el intelecto, también remueve lo interno. Y esos cambios son visibles tanto para quien los experimenta como para quienes rodean al escritor.
Convertirse en figura pública representa una gran responsabilidad: cuidar y proteger cada palabra. Aunque la interpretación no está en nuestras manos, nuestras acciones y discursos pueden leerse de forma constructiva o destructiva. Y ese es un peso que no debe subestimarse.
Por mi carácter y mi propósito de vida, a través de la escritura intento trascender desde la sencillez y la profundidad, educar, humanizar e incluir; impulsar a otros como agentes de cambio y como piezas fundamentales para un bien común.
Durante años creí que ser directo, claro y “sin filtro” era sinónimo de autenticidad. Pero la madurez me enseñó que la falta de filtro rara vez ayuda. Dos palabras mal ubicadas pueden herir más de lo que transforman. Hoy entiendo que la autenticidad también implica responsabilidad y empatía.
Como figura pública no puedo controlar las preguntas que me hagan, pero sí puedo controlar mis respuestas y la forma en que deseo que mi mensaje repercuta. Allí reside el verdadero acto transformador.
Los años pasan y, con ellos, se afina el propósito. La experiencia vivida, la madurez alcanzada y la claridad del camino nos permiten ejercer un liderazgo más humano y trascendente; un liderazgo que, a mi juicio, necesitamos urgentemente. Ser figura pública es influir, pero está en cada uno decidir cómo influir y qué huella desea dejar.
No podemos olvidar que lo humano nos conecta, pero nuestras diferencias nos unen. Que cada acción condiciona nuestro futuro. Que cada circunstancia moldea un rango de crecimiento posible.
Por eso, vale la pena soñar en grande. Ser figuras profundamente humanas, pero lo suficientemente trascendentes como para dejar mensajes que construyan, acompañen y respondan a las necesidades de este tiempo.
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