Por Guillermo Romero Salamanca
Una tarde apareció mi padre con un paquete envuelto en papel periódico y amarrado con una cabuya delgada. Así empacaban los almacenes de cadena en esa época. Cuando destapó el enigmático envoltorio. Mi madre, mi hermana y yo quedamos mustios: era un radio.
Otros dirían una radio.
Jorge Antonio Vega, en su programa cómico musical de Caracol Radio lo había vaticinado: “tarde o temprano su radio será un Philips”.
Era el lujo del momento. Por fin un radio en la casa. Mucho lujo. Lo enchufó y debió esperar un buen rato hasta que los tubos internos brillaron, poco a poco movió el botón grande hasta ubicar una estación sonora. Luego, con el otro, subió el volumen.
Lloramos de emoción. A un lado del cuadro del Sagrado Corazón quedó ubicado el primer electrodoméstico de la casa. Por la mañana oíamos a Radio Santa Fe, “la tribuna de la patria” y mi madre, mientras trabajaba arreglando esas telas de la fábrica Huatay, escuchaba “La escuela de doña Rita”, y un sinnúmero de novelas.
Al medio día sintonizábamos “El pereque”, programa donde Humberto Martínez Salcedo hablaba de corrupción y del cambio que se debía hacer en el país para terminar con ese flagelo. Les daba duro a los políticos y la sintonía era general.
A la una y treinta presentaban Los Tolimenses, el Show de Evert Castro o las historias de Montecristo, según la emisora. Pero a las dos llegaban las historias de don Fulvio González, como “Cinco minutos para morir”, “Juan Sin miedo” y luego venía otra tanda de radionovelas. Pero a las cinco y 30 se escuchaban las historias de Kalimán, “el hombre increíble” y luego “Arandú”, el príncipe de la selva.
Mi padre llegaba a las siete de la noche y cenábamos. Sopas de cebada de trigo, cuchucos, mazamorra chiquita, mondonguito, arroz con arveja o cremas de arveja de Durena. Escuchábamos las noticias y luego, cuando terminaban de comer, mi padre, decía: “bueno, a rezar el Rosario”.
Pasaban los treinta minutos y volvíamos a prender el radio Philips, de rojo encendido y blanco perla, con botones negros. Escuchábamos “Los Chaparrines” y mi madre gritaba entonces: “bueno, ya apaguen ese aparato”.
Era el fin de la emisión.
El aparato de unos 20 centímetros de ancho por 15 de alto, era el centro de atención. Nos alegraba con su exquisita música, nos llevaba alegría, oíamos clases en Radio Sutatenza, nos humedecían las mejillas con las historias tristes o nos ponían a soltar carcajadas con las ocurrencias de los humoristas. Los personajes de la radio eran inalcanzables. Todo quedaba en la imaginación.
A la salida de una misa en Usaquén, nos dijeron que estaba Fabio Camero. No lo podíamos creer. Saltábamos, corríamos con tal que el noble actor pronunciara una palabra para identificarlo. Por fin dijo: “chinos quédense quietos”. Y ahí mismo Pablo refunfuño emocionado: “Es él, es él, es él”.
Aunque los noticieros siempre informaban sobre la violencia en el país, el 9 de junio de 1965 fue distinto. Hacia el mediodía, los sabuesos de los organismos de inteligencia habían dado con el paradero del peligroso bandolero Efraín González, en el barrio San José, al sur de Bogotá.
Ese miércoles mi padre y mis tíos escucharon con atención aspectos sobre la vida del peligroso delincuente y de cómo lo tenían rodeado en la calle 27 sur, entre la décima y la avenida Caracas. No se movía una pluma y todos estaban expectantes escuchando las mágicas narraciones que hacían los periodistas y locutores sobre distintos sucesos ese día en la casa donde fue descubierto el bandolero cuyo nombre completo era Carlos Efraín González Téllez y había nacido en Jesús María en Santander.
Hablaban de mil historias que iban desde sus compras por pacas de escapularios de la Virgen del Carmen, hasta de cómo podía convertirse en una planta de plátano por su poder de mimetización. Eran leyendas, supuestamente, realidades, pero contaban hechos escalofriantes del hombre que escasamente tenía 31 años ese día de sus enfrentamientos con la Policía. El tipo, al ser sorprendido por las autoridades, no dudó y comenzó a disparar con una pistola y luego con una ametralladora.
Ese era su mundo, por los caminos de Colombia, que iban desde Santander, Magdalena Medio, hasta Tolima, pero en especial en la zona esmeraldera de Boyacá, el peligroso bandolero, de origen conservador, movía su aparato delincuencial. Decían los periodistas que era buscado por haber dado muerte a más de 200 personas. Asaltaba los caminos, huía y se escabullía las persecuciones, pero ese miércoles soleado, estaba en la casa de una viuda de un militar del ejército colombiano.
En algunas partes hacía de Robin Hood y en la Basílica de Chiquinquirá lo veían en misa y dando copiosas limosnas.
Lo perseguían no sólo las autoridades, sino otros delincuentes y esmeralderos que buscaban terminar con su vida. En principio fueron necesarios más de 100 policías para dar bala a la residencia de un sólo piso donde de manera audaz Efraín Gonzáles disparaba sin cesar.
–Señoras y señores, dijo el locutor. Acaba de llegar a comandar esta operación el coronel José Joaquín Matallana para acabar con Efraín González. El gran narrador era Yolían Londoño Passos, hermano de Pastor Londoño y la transmisión era por la poderosa Todelar de aquellos años. El ágil periodista transmitió los sucesos debajo de un automóvil.
–Hasta ahí llegó la vagabundería del tal Efraín, dijeron casi al unísono tanto mi padre como mis tíos Moisés y Gabriel.
Claro, habían puesto al comando de las operaciones al joven Harold Bedoya, quien se enfrentó valerosamente al criminal, pero cuando apareció Matallana debió ceder su puesto de comando. Igual, los bandoleros le tenían pavor a Matallana. Les había enviado al mismísimo infierno a personajes como Jacinto Cruz Usma, conocido en el bajo mundo como Sangrenegra, a Teófilo Rojas Varón, apodado como Chispas y el lamentablemente famoso Desquite, bautizado como José William Ángel Aranguren.
Eran tipos que deambulaban de lado a lado aprovechando la época de la violencia para asaltar, robar, saquear y enfrentar al Ejército. Además el coronel Matallana había dirigido la operación para dar fin a la ocupación de Marquetalia, lugar donde enfrentó al mismísimo Marulanda Vélez, alias “Tirofijo”.
Nadie se alejaba del receptor. Las calles permanecían solitarias. Aunque mi padre y mis tíos debieron ir a trabajar. Cuando regresaron siguieron en completa sintonía. Eran las 7 y 30 de la noche cuando dieron el parte final: Efraín González ha muerto. A pesar de escapar del cerco sobre la residencia logró llegar a una acequia por donde pensaba alejarse del lugar pero fue encontrado por un militar que le disparó hasta rematarlo.
Era un balance sangriento. Cuatro militares y un agente de inteligencia fallecieron y 14 uniformados quedaron heridos tras cuatro horas de combate. Los servicios secretos manifestaron que el cuerpo fue llevado a Yopal para evitar una retaliación. igual, su lugarteniente, “el ganso” Ariza seguía en la delincuencia. Por semanas, miles de personas visitaron la casa donde el bandolero atacó al sistema militar de Colombia.
Un día destapamos la radio con mi padre para observar cómo funcionaba aquella misteriosa maquinaria. Lo limpiamos constantemente, lo lubricamos las poleas y le hicimos el cambio de tubos.
En esa radio escuchamos las votaciones de 1970 cuando “perdió” el general Gustavo Rojas Pinilla con Misael Pastrana Borrero. Oímos a todos los invitados de la Orquídea de Plata Philips, las canciones del programa de Radio Santa Fe, las nuevas canciones de Claudia de Colombia, Harold Orozco, Oscar Golden y otro montón a través de Radio Monserrate o Radio Tequendama. Seguimos minuto a minuto las peleas de Bernardo Caraballo, Kid Pambelé y Rocky Valdez. Por allí seguimos los sucesos de la visita del Papa Pablo VI, por ejemplo.
Nos apasionaban con las vueltas a Colombia, las historias de Cochise, Miguel Samacá, Rafael Antonio Niño –el niño de Cucaita– el Caracol Rojo, las narraciones de Carlos Arturo Rueda, los comentarios de don Alberto Piedrahita y los comerciales de Eucario Bermúdez. Todo era emocionante. De principio a fin.
El radio fue reemplazado luego por un potente equipo de sonido, luego por un televisor a blanco y negro. Todo se fue apagando.
Hoy, cuando se cumplen seis meses del fallecimiento de mi padre, no dejo de pensar en aquellos días de largas historias y divinos compases. Algún día, padrecito, volveremos a prender el radio y escucharemos todas esas inolvidables historias. De pronto volveremos a reír con Los Chaparrines o Los Tolimenses. Por ahora, yo, en mi soledad, seguiré secando las mejillas por la falta de tus abrazos y tus besos.
Te quiero papá.