Por María Angélica Aparicio P.
La película iraní titulada “Niños en el cielo”, dirigida por Majid Majidi y presentada en 1997, sigue vigente. Como una reflexión de los sueños alcanzables, invita al esfuerzo personal; a la lucha interna por alcanzar metas loables cuando se ha fallado con los demás. Venga de sectores pobres o acomodados, la película pone “la responsabilidad hacia el otro” -hoy justicia restaurativa- en la cumbre de una pirámide de valores.
En este drama cinematográfico, Majidi ilustra la pobreza de un hogar musulmán a finales del siglo XIX. Dos niños viven con sus padres en una casa humilde de Irán, en la zona menos desarrollada de Teherán, donde el sacrificio por sobrevivir es permanente; el hambre y la falta de trabajo los enmarca también. Sin embargo, los hijos de la pareja, Ali y Zahra, asisten a la escuela para aprender a leer, escribir y recitar los suras del Corán.
El padre de Ali trabaja hasta la puesta del sol mientras su esposa permanece en casa. Viven en una morada oscura, pequeña, con suelos cubiertos de tapices sucios. No hay camas de patas y espaldar confortable, sino incómodos sofás para recostar el cuerpo. En estos se refugian Ali y su hermana cuando llegan de la escuela. Pobreza de día y pobreza de noche.
Su padre es un hombre de estatura media, de barba descuidada y bigote abundante; resaltan sus profundos ojos cafés y sus largas cejas. Es un verdadero galán en físico, pero malgeniado, ruidoso y duro, que no conoce la paciencia. Su esposa es el reflejo de la mujer sumisa. Permanece entregada a las labores domésticas con el único fin de que su minúsculo rancho huela a limpio y luzca como un espejo.
Una mañana de sol, la vida de Ali comenzó a resquebrajarse como una estructura dañada que está pronta a venirse al suelo. El buen chico perdió el único zapato que tenía su hermana para asistir a la escuela porque se le resbaló de la mano y cayó en un canal cuando lo llevaba a reparar. Aunque corrió por las canales de la ciudad para atraparlo, el zapato se deslizaba con el agua hacia otros sectores de la ciudad, y no logró sacarlo.
¿Y ahora qué? El joven Ali se sentó en la calle con el rostro bañado en lágrimas. Zahra no podría ir a la escuela porque no tenía un par completo. Su padre le pegaría dos buenos berrinches e imaginaba la trifulca cuando supiera del tropiezo que había tenido. Ali tenía miedo y sentía su honda frustración. No tenía plata propia para comprarle a su hermana Zahra un par de zapatos nuevo, y evitar que incluso, el profesor de disciplina de la escuela donde estudiaba, la reprendiera.

A partir de la pérdida del viejo zapato, que además estaba roto y sucio, tuvo que hacer planes con su hermana Zahra. Ali le prestaría sus zapatos mientras la niña hacía fila en el patio de la escuela; cada mañana revisaban los uniformes de todos los estudiantes. Una vez que el profesor aprobara su vestido escolar completo, los zapatos retornarían a Ali con la ayuda de sus compañeros.
Un buen día, el profesor de física reunió a los chicos varones de la escuela. Les dijo que en la ciudad se realizaría una carrera de atletismo. ¡Por Alá y por Mahoma! Los ojos negros de Ali se iluminaron como una lámpara en aquella fría mañana. ¿Una carrera con premios? ¿Podría participar?
En el cartel que se había puesto en la pared del corredor, leyó las reglas del concurso. Tenía que demostrar unas condiciones físicas extraordinarias para ser parte del evento. Ali se desinfló. Aquello sonaba a conquistar lo imposible, casi como viajar a pie hasta el planeta Venus. Pero se acordó de su hermana Zahra y del viejo zapato que había perdido por su culpa.
Cuando supo que el premio apuntaba a unos tenis de alta marca, Ali sintió numerosos roedores en su garganta. ¿Le darían unos zapatos al chico que cruzara la meta y quedara en el tercer puesto? ¡Alá, por Alá! Se animó sin más. Pero el profesor exigió un récord de velocidad para integrarse al grupo de participantes, e iniciar, así, un proceso de entrenamiento obligatorio. Si no se lograba la primera prueba, al diablo con los sueños.
Se llenó de ilusiones cuando Zahra le recordó que podía ganar. ¿Acaso no corría todos los días para llegar a la escuela? Eran varios kilómetros de ida y vuelta, ¿no? ¿Ese no era su entrenamiento para lograr velocidad? ¿Cuántos meses llevaba corriendo desde que el zapato había desaparecido en el río que se deslizaba bajo el canal?
La divina sonrisa de Ali acaparó su rostro de piel marrón. Se vio abrazando los tenis blancos con bordes grises que deseaba ganar para su hermana. Todos los días miraba el dibujo de los tenis que aparecía en la cartelera. Llegaría de terceras para dárselos a Zahra. Era el único responsable de su pérdida, y debía poner su esfuerzo por encima de otros obstáculos más fuertes o más débiles.

Así que corrió y corrió, pasando la prueba de velocidad que exigía la escuela. Su profesor lo felicitó, animándolo a prepararse para el gran día del maratón. Ya no podía renunciar, disculparse o abandonar la carrera. Se hallaba en la lista de inscripción aprobada; debía persistir a toda costa.
Listo en la pista, sus piernas volaron en cuanto escuchó el disparo de apertura. Salió a grandes zancadas con sus compañeros, que corrían como si una manada de lobos los persiguiera a todos. Uno a uno fueron abandonando la carrera, unos por agotamiento, otros se fueron de bruces y cayeron. Ali siguió adelante con la fuerza de un leopardo de las nieves.
Ganó la carrera con el corazón inflado de orgullo. Ocupó el primer puesto del fantástico maratón organizado para niños. ¿Y los zapatos? Se esfumaron como las espumas del jabón. Sólo se le otorgarían a quien ocupara el tercer puesto. Sudores y lágrimas no sirvieron para tener los tenis de suela alta que soñaba entregarle a Zahra. Pero su responsabilidad para reparar el daño, había brillado como diez medallas de oro juntas.
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