
Por Iván D. Hernández Umaña, Académico de Número de la Academia Colombiana de Ciencias Económicas.
Los modelos matemáticos y los sistemas de inteligencia artificial no describen la realidad: la reconstruyen desde los supuestos de quienes los diseñan. Por eso, una cultura estadística madura no consiste sólo en saber leer números, sino en reconocer el poder que tienen para definir lo que se considera real.
Como los antiguos alquimistas, los economistas y programadores modernos intentan transformar la incertidumbre en ecuaciones. Pero sus modelos, aunque rigurosos, terminan reflejando más su propio marco mental que el mundo que intentan describir. No son ventanas a la realidad, sino espejos del pensamiento que los creó.
Cada modelo parte de una selección: qué se mide, qué se ignora, qué se asume constante. Así, lo que se presenta como una “verdad científica” es, en realidad, una visión del mundo traducida a números. Por eso no debería sorprender que, al proyectar esas ecuaciones sobre la vida real, el resultado no sea comprensión sino persuasión: el modelo trata de convencer al mundo de parecerse a él.
Allí donde la teoría pierde contacto con la vida cotidiana, la matemática se vuelve retórica: pretende convencer, no comprender. Es el caso de gobiernos que convierten la política económica en un laboratorio para demostrar la validez de su dogma.
El presidente argentino Javier Milei, por ejemplo, parece más interesado en comprobar una hipótesis ideológica que en mejorar las condiciones concretas de su pueblo. En lugar de observar la realidad para ajustar su teoría, ajusta la realidad para que encaje en su teoría. Argentina se convierte así en un campo experimental donde los números buscan legitimar una creencia. Pero la política no puede ser una extensión del modelo: cuando eso ocurre, la gente deja de ser el propósito y pasa a ser el insumo.
En medio de este panorama, la directora del DANE, B. Piedad Urdinola, publicó recientemente una columna titulada Cultura estadística. Allí plantea que los datos sólo adquieren sentido cuando la ciudadanía los interpreta críticamente. No basta con producir cifras exactas: es necesario educar en su lectura y en su contexto.
Su propuesta de una alfabetización estadística tiene una fuerza política silenciosa. Implica que el conocimiento público no debe custodiarse detrás de la autoridad técnica, sino abrirse al diálogo con la experiencia ciudadana. En una época en que las élites políticas y tecnocráticas usan los datos para justificar decisiones ya tomadas, este enfoque representa un cambio profundo: pasar de la estadística como lenguaje de poder a la estadística como lenguaje de confianza y deliberación.
Urdinola, sin decirlo directamente, plantea una defensa de la democracia informada. Los datos, cuando son comprensibles y compartidos, fortalecen la rendición de cuentas; pero cuando se monopolizan, se transforman en ideología. Su llamado coincide con la necesidad de que los modelos matemáticos dejen de explicar su propia realidad y comiencen a dialogar con la vida que pretenden representar.
Una cultura estadística crítica no busca reemplazar la intuición por la cifra, sino integrarlas. Los datos, como las palabras, son construcciones humanas: se moldean en función de intereses, contextos y finalidades. Por eso el desafío no está en acumular información, sino en comprender sus silencios, aquello que las cifras no dicen pero que determina su sentido.
El reto del siglo XXI no es producir más modelos de predicción, sino aprender a usarlos como espejos de conversación colectiva. Que los indicadores sirvan para orientar decisiones compartidas, no para imponer verdades de laboratorio. En otras palabras, pasar de la cultura del número como fetiche a la cultura del número como lenguaje de cooperación.
En esta tarea, el divulgador científico tiene una responsabilidad ética: no reemplazar la interpretación del ciudadano, sino devolverle el derecho a pensar con datos. Su labor no consiste en “dar todo masticado”, sino en abrir los caminos para que la ciudadanía pueda masticar por sí misma.
El divulgador no simplifica para infantilizar, sino para conectar. No traduce para clausurar el sentido, sino para activar la conversación entre expertos, datos y ciudadanía. Entre el tecnicismo que excluye y la simplificación que anestesia, su oficio consiste en mantener viva la capacidad crítica del público. En eso radica la verdadera divulgación: en cultivar ciudadanía pensante, no consumo de certezas.
Cuando los modelos se conciben como verdades cerradas, la sociedad se vuelve rehén de sus propios instrumentos. Pero cuando los entendemos como relatos imperfectos sobre el mundo, podemos usarlos para mejorar la vida, no para justificarla.
La verdadera cultura estadística no consiste en creerle al número, sino en dialogar con él: preguntarle quién lo formuló, para qué, y qué dejó por fuera. Solo así la estadística deja de ser un lenguaje de poder y se convierte en un lenguaje de emancipación.
Entre la cifra y la vida no hay una frontera fija, sino un espacio de interpretación compartida. Ese es el territorio donde puede renacer la economía como ciencia humana: una que no aspire a dominar la realidad, sino a comprenderla junto con quienes la habitan. 
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