por Christina Chow (*)
Murió mi perro y estoy triste. No es realmente mi perro, es de la cuidandera de nuestra finca en Villa de Leyva, pero yo lo quise mucho y por eso lo considero mío. La tristeza me pertenece a mí y eso nadie lo puede disputar. Aun me acuerdo cuando lo llevé al veterinario la primera vez, por una herida peligrosa que tuvo al pelear con otros perros del vecindario. Era un perro de raza criolla, esos que puedes ver en todas partes, y su nombre era Errol, que las hijas de la cuidandera le pusieron por el actor norteamericano Errol Flynn famoso por su belleza y seductivo porte. Aunque no era de raza, Errol era un perro elegante y lo cierto es que a él lo querían muchas perras de la región. Nunca fue operado y era todo un playboy.
Aquella vez que lo llevé al veterinario fue cuando nos entendimos de verdad, pues al colocarlo en el carro con cuidado le decía como si fuera a un ser humano, “tú te vas a poner bien, eres un buen perro, un perro fuerte, no te preocupes, vas a sobrevivir”, sus ojos oscuros y aguados me miraban y aunque no ladró sentí que él me entendía. Aquella vez sobrevivió de milagro, pues la herida fue literalmente a un milímetro de sus testículos.
En general no soy capaz de manifestar cariño por los perros. De niña, perdí mi perro de la manera más cruel que una niña podía experimentar. Vivía en un pueblo oriental y en el invierno hacía mucho frio. Un día mi perro no regresó a casa a las 6 pm en punto como ocurría todos los días. Duré un mes completo esperándolo a la entrada del jardín, todas las tardes a la hora señalada y nunca regresó. Luego me contaron que la gente del pueblo lo mataron, lo cocinaron y lo comieron porque la carne del perro les daba calor. A partir de entonces, nunca fui capaz de volver a querer a un perro.
A partir de aquella herida de Errol, nos volvimos buenos amigos, aunque él sabía que yo no era capaz de acariciarlo. Una vez salí caminando al pueblo, y Errol me siguió. Llegué a un punto del camino en que muchos perros ladraban al mismo tiempo y corrían hacia mi desde diferentes direcciones. No sabía qué hacer, pues se me había olvidado llevar un palo para defenderme. Errol se puso frente a mi y se adelantó un par de metros y conversó con esos perros, como si estuviera negociando con ellos mi paso en el camino. Los perros lo respetaban y nos dejaron seguir. Me impresionó mucho lo que hizo y luego quiso acompañarme hasta el pueblo, que era demasiado lejos para él, y yo planeaba regresar por bus. Pero Errol no me dejaba, entonces pasé por la casa de un amigo pretendiendo que lo visitaba, y Errol me esperó en el camino por media hora antes de irse. Jamás me olvidaré de su personalidad heroica y de su cariño. No supe cómo quererlo, pero él sí supo quererme.
Errol no se despidió de mi porque no pudo. Yo estaba fuera del país. Pero hace un par de días se despidió de mis hermanas, una por una y a la hora señalada. Ya sabía que se iba a morir. Luego escogió un paraje al lado de un laguito de nuestro predio y se metió en un huequito y se envolvió del lodo como si buscara el vientre de su madre. Muy pocas veces lloro por algo, y hoy se me mojaron los ojos. Nunca sospeché que tenía que ser un perro el que me hizo sentir mi propia humanidad.
(*) Christina Chow, nació en Taiwán y creció en Argentina, Malasia y Colombia. Se graduó de traductora simultánea en la Universidad del Rosario de Colombia, país en donde ha vivido desde 1974. Aquí fue corresponsal de prensa de la Agencia Central de Noticias de CNA, y en tal condición, presidenta y
secretaria general de la Asociación de Prensa Extranjera en Colombia. Cursó
estudios de Bellas Artes en las universidades de Nueva York, Londres y Berlín. Actualmente está dedicada al arte y a la creación de ensayos y poemas. Su vida transcurre entre Miami, Bogotá y Villa de Leyva.
Christina coordina el grupo «Poetas en la Clandestinidad».
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