
Por Eduardo Frontado Sánchez
Resulta innegable que, en el mundo actual, la gran tendencia es la inteligencia artificial (IA) y los profundos cambios que trae consigo. Sin embargo, si bien la tecnología puede resultar útil y fascinante, no deja de ser complejo convivir con ella en una sociedad que evoluciona vertiginosamente en lo tecnológico, pero que muchas veces se estanca o incluso retrocede en lo humano.
La aparición de la IA ha sido, sin duda, el boom del momento. Como seres humanos, solemos pensar que esta herramienta resolverá todos nuestros problemas y se convertirá en una aliada en cada aspecto de la vida. Y aunque reconozco su enorme valor en la búsqueda de información y la optimización de procesos, sigo convencido de que la inteligencia artificial no puede enseñarnos a volver a lo humano.
La tecnología representa una evolución innegable, pero al mismo tiempo la soledad del ser humano es cada vez más evidente. Buscamos compañía, buscamos respuestas inmediatas, buscamos a alguien —o algo— que nos ayude a resolver la vida en un abrir y cerrar de ojos. Pero, ¿puede realmente la inteligencia artificial suplir nuestras necesidades emocionales más profundas? Yo creo que no. Una máquina puede dar datos, procesar información, incluso simular empatía, pero no puede sentir ni comprender genuinamente la experiencia humana.
En un mundo que a veces considera la emotividad como un signo de debilidad, olvidamos que la dimensión emocional es tan necesaria como la física, la intelectual o la espiritual. Somos seres de carne y hueso, pero también de emociones, y sin ese equilibrio perdemos lo que nos hace humanos.
El verdadero reto que nos impone esta sociedad es aprender a manejar nuestras emociones y, al mismo tiempo, saber hasta qué punto confiar en la tecnología y para qué utilizarla. La clave está en comprender que la humanización y la tecnología son dos vertientes distintas: se complementan, pero nunca podrán sustituirse. Cuanto más humanos seamos, mejor podremos aprovechar la inteligencia artificial en favor del bien común.
No podemos delegar en una máquina la formación de nuestro criterio ni el valor de nuestros pensamientos. Eso nos corresponde a nosotros. Pensar, discernir, decidir: esas son tareas exclusivamente humanas. La tecnología debe ser un instrumento, no un sustituto de nuestra capacidad de reflexión.
El riesgo de depender demasiado de estas herramientas es evidente: terminar preguntándole a Alexa no solo el pronóstico del clima, sino también cómo nos sentimos o qué debemos hacer con nuestra vida. Esa comodidad puede convertirse en una trampa, en un mundo donde pensar por nosotros mismos se vuelve cada vez más difícil.
Por eso insisto: hoy más que nunca necesitamos pensar con criterio, con pasión y con sentido del bien común. Solo así podremos construir una sociedad que aproveche los avances tecnológicos, pero que nunca pierda de vista lo esencial: que lo humano nos identifica, y que lo distinto nos une.
También puede leer: