
Por Eduardo Frontado Sánchez
En el mundo actual, marcado por el ruido, los extremos y la inmediatez, es imprescindible abordar los grandes temas con humildad, humanidad y sencillez. El pasado 8 de mayo fuimos testigos de un momento crucial para la Iglesia católica: la elección de un nuevo Sumo Pontífice. Confieso que, desde mi punto de vista, fue una sorpresa. Una grata sorpresa. Porque la llegada de León XIV representa, al mismo tiempo, una continuidad con el legado de Francisco y una mirada amplia, realista y compasiva hacia los desafíos globales del presente.
La designación del cardenal Robert Prevost como nuevo Papa, ahora León XIV, me impactó profundamente. No solo por su trayectoria —profunda, sólida, global— sino porque encarna una figura que equilibra la sabiduría de la tradición con la urgencia de una Iglesia que debe ser actual y cercana. Vivimos en una época invadida por los conflictos, la ansiedad de poder y los desacuerdos que no solo se dan entre países o gobernantes, sino entre seres humanos que han dejado de verse a los ojos.
Es por eso que resulta fascinante —y necesario— ver surgir un líder mundial que habla de paz, de fe y de valores con convicción genuina. Que respeta el legado de sus antecesores, pero también entiende, con claridad, la realidad global. León XIV tiene la capacidad de opinar desde la experiencia y el discernimiento. Y eso lo hace poderoso, incluso desde su tono pausado, menos disruptivo en lo comunicacional, pero cargado de sentido.
Debo confesar que mi primera impresión fue de distancia. Su estilo sobrio contrastaba con la calidez extrovertida de Francisco. Sin embargo, con el paso de los días, he comenzado a entender que esa pausa también comunica. Que ese silencio también guía. Que quizás su pontificado, lejos del ruido, se está construyendo sobre cimientos firmes, sin perder de vista la importancia de los símbolos, las reformas y la continuidad.
Cada uno de sus mensajes hasta ahora ha sido un acto de coherencia. No solo por lo que dice, sino por lo que hace y cómo lo hace. El encuentro con los periodistas al inicio de su pontificado fue revelador: León XIV no llega solo con buenas intenciones, llega con un plan, con preparación, con la fuerza tranquila de quien sabe que la revolución en la Iglesia no es una cuestión de titulares, sino de transformación profunda.
Aún hay decisiones que me cuesta entender. Y me descubro, inevitablemente, comparándolo con su antecesor. Pero sé que debo darme el tiempo de analizar y comprender. Su primer encuentro con los feligreses, por ejemplo, fue una muestra clara de ese equilibrio: incorporó símbolos tradicionales, pero también se mostró firme y claro en su mensaje. Habló con los niños, escuchó al pueblo, dio mensajes profundos. Todo desde la reflexión. Todo desde la escucha activa.
En mi opinión, su elección no solo fue estratégica; fue necesaria. Envía un mensaje claro: la Iglesia está comprendiendo que adaptarse no es traicionar su esencia, sino cumplir mejor su misión. Una misión que debe tener siempre como centro al ser humano, al otro, al prójimo.
No escribo esto para convertirlo en figura de culto ni para aplaudir sin matices su pontificado. Lo escribo como creyente, como ciudadano del mundo, como alguien que valora el poder del liderazgo ético y espiritual. Como alguien que entiende que los grandes cambios —personales, sociales o institucionales— no suceden de un día para otro.
Deseo de corazón que los caminos de transformación sigan. Que la Iglesia católica logre avanzar sin perder su esencia. Pero, sobre todo, deseo que cada uno de nosotros comprenda la responsabilidad que tenemos como miembros activos de esta humanidad: vivir con conciencia, tender puentes, mirar al otro como igual, como reflejo de Dios.
Pido a diario que León XIV sea guiado por la sabiduría, y que su mensaje logre calar hondo, unirnos como humanidad, respetar nuestras diferencias y ver en ellas oportunidades. Porque la globalización y la tecnología no se crearon para deshumanizarnos, sino para ayudarnos a convivir mejor, a intercambiar ideas, a construir desde la fraternidad.
Hoy más que nunca debemos recordar que lo humano nos identifica, pero lo distinto nos une. Y que nuestra misión, como creyentes y como seres humanos, es tender puentes, incluso en tiempos de incertidumbre.
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