Por María Angélica Aparicio P.
Una caja de cartón simple, sin arandelas y dibujos, atraía nuestra atención cada diciembre del año escolar. Era de color marrón, mediana y gruesa. Solía depositarse en la alcoba de los abuelos, bajo la cama, cuando nadie estaba cerca, ni husmear por las ventanas del dormitorio. Permanecía cerrada con una cinta, como un cofre lleno de tesoros.
La caja contenía unos cuarenta tarros de leche condensada. De manera imaginaria, pesaba el equivalente a una tonelada de plata en metal duro. No era extraordinaria ni bonita, pero su contenido hacía las delicias. La dicha era abrirla con ceremonia, y luego, coger un tarro de esa leche. Uno pequeño, que azucarara los labios, el paladar y todo el sistema digestivo. Uno por día.

En los años sesenta, era difícil guardar estos tarros en cajas de colores distintos al marrón. Cuando los empaques coloridos y con motivos geométricos caían en nuestras manos, no queríamos soltarlos. Por eso la abuela guardaba la leche condensada en sencillas cajas cafés. Los empaques estampados eran ideales para guardar las pulseras, las cartas de los novios, los guantes, hasta los gorros de lana tejidos por las tías. Una vez cumplida su misión, las cajas cafés solían arrumarse en la despensa.
Las damas de Europa se acostumbraron a las cajas redondas, con tapas de igual forma y tonos suaves. En estas guardaban los sombreros de verano, los zapatos finos, los vestidos de baño, la ropa -vieja pero intacta- de los bebés. También usaron cajas largas y estrechas para depositar los vestidos de novia y los trajes de fiesta. Era una tradición tenerlas.
En la antigüedad, las hojas de los árboles hacían las veces de cajas. En su interior se depositaban semillas, flores, tallos, o todo junto. Con las pieles de los animales se hicieron bolsas para llevar herramientas de trabajo. Con el tiempo aparecieron los canastos y las ánforas de cerámica. En esta última se depositaba el vino, producto del proceso de la uva.

Un buen día los empaques evolucionaron. Del ánfora se dio el salto al barril de madera en tamaños grande, mediano y pequeño. Eran barriles pesados que, por su figura, atraían a la gente. En su interior se podía almacenar una miscelánea de cosas: desde líquidos hasta jáquimas, zapatos, juguetes y prendas de vestir.
Pero al barril le apareció un competidor miedoso: el vidrio. Los hombres atrevidos lo cogieron y lo observaron. ¿Qué se podía poner adentro para guardar, transportar y vender? Pronto descubrieron que los líquidos de cualquier naturaleza, color y sabor podían embotellarse.

Como empaques, el vidrio y la madera continuaron siendo columnas vertebrales del embalaje. Pero entonces, la revolución industrial hizo de las suyas. Logró que el plástico, el papel y el cartón se volvieran materias primas invaluables y por encima del vidrio y la madera. Así el cartón comenzó a escalar. Un famoso diseñador –Robert Gair- lo adoptó como base fundamental para la creación de cajas resistentes que aguantan alimentos pesados. De ahí la espiral de cajas que aparecieron, y que mi abuela utilizaba para resguardar las latas de leche condensada.
Kellogg’s fue la empresa gringa que empezó a empacar los cereales en cajas de cartón pequeñas, decoradas con dibujos vistosos, que valoraron a los animales como protagonistas de sus productos. Un boom extraordinario de estas cajas llenas de maíz o arroz procesado, invadió las estanterías de los supermercados. Se hicieron famosas, identificables, amigas íntimas de los niños.
Pronto se les vino encima la competencia. Cajas de galletas, bolsas de plástico, cajas de lata y empaques de papas, plátanos fritos y chitos, les hicieron su guiño en las estanterías. Kellogg´s ya no estaría recorriendo el mundo como amo y señor del planeta. Una guerra de diseño y ventas, sería el nuevo huracán del mercado.
El vidrio, nuevamente, comenzó su lucha contra las cajas de cartón. Buscaba el primer puesto como recipiente para todo tipo de líquidos: desde la leche de vaca hasta las gaseosas. La empresa Coca Cola atrapó clientes con sus botellas de vidrio transparentes y sus tapas de metal. Con los años, Coca Cola hizo la transición al plástico, varió los tamaños de las botellas, y se hizo el rey de las bebidas. En países como el nuestro -Colombia- Postobón le salió al paso en materia de envases. Pronto las dos empresas iniciaron una batalla por los clientes.
A finales del siglo XIX la leche fresca se envasaba en botellas de vidrio. De la cantina metálica se pasó a este tipo de recipientes. Eran botellas pequeñas, fáciles de transportar, atractivas para las manos de los niños. Su tamaño pequeño se volvió el éxito de las ventas.
En la era de la sostenibilidad, el vidrio, el papel y el cartón continúan siendo los ciclistas del momento: pedalean por países, mares, caminos destapados, trochas y montañas para llevar comestibles y bebidas. Nadie se los ha quitado de encima. Nadie desea volverse añicos. Siguen vivos y retándose honestamente entre sí. Los veneramos por su peso, utilidad, hermosura y resistencia.
También puede leer: