Por Carlos Alfonso Velásquez

La reciente muerte de un joven estudiante universitario ha conmovido al país. Más allá de lo judicial, el suceso revela una fractura moral y emocional en nuestra sociedad, cuya salud se sigue deteriorando sin que reaccionemos suficientemente yendo a las raíces del problema. ¿Qué está ocurriendo con nuestra juventud? ¿Qué tipo de humanidad estamos ayudando a construir desde las escuelas, las universidades, las familias y los medios? No se trata de juzgar, sino de comprender.

Los hechos violentos que involucran a jóvenes no surgen de la nada: son el reflejo de un ambiente que ha perdido el norte en la educación del carácter y en el cultivo de la interioridad lo cual conduce al autodominio. Durante ya varias décadas hemos priorizado la competencia sobre la compasión, el rendimiento sobre la empatía, la visibilidad sobre el sentido. La escuela, el colegio y la universidad han concentrado sus esfuerzos en la excelencia técnica, pero con frecuencia han dejado en segundo plano la formación ética y emocional. Saber mucho no basta si no se aprende a cuidar del otro, a amar al prójimo.

Los amores más firmes y fecundos son los que dan origen a la familia que funciona como tal, es decir como una comunidad de amores mutuos: entre los esposos, entre padres e hijos, entre hermanos, entre abuelos y nietos, tíos y sobrinos… Por eso, el estado y situación de las familias es la clave para entender una sociedad y averiguar si está pertrechada para afrontar las dificultades (y las felicidades) de la vida o, por el contrario, está inerme.

Buena parte de lo que está ocurriendo con una alta proporción de la juventud se origina en familias disfuncionales.  No es un secreto que diversas ideologías están en contra de la familia funcional y consideran “familia” cualquier tipo de unión, incluso la cómica extravagancia de “casarse con mi mascota”. A esto, con frecuencia se une la apología del divorcio, cuando no del adulterio. Se dejan de lado los múltiples estudios que demuestran que la sociedad se sostiene como un ámbito de convivencia gracias a la fuerza de los lazos afectivos que se irradian desde las familias funcionales en las que permanece el amor mutuo.

La defensa de la sociedad ante lo tóxico de las ideologías que causan división y odio, depende del número de familias funcionales y, a la vez, de la fe cristiana entendida no como algo de otros tiempos, sino como una realidad de personas que se aman. Alguien podrá mirar despectivamente lo anterior diciendo que es una “actitud conservadora”. Pero, en sintonía con el mejor ecologismo, es una actitud “conservacionista”. Así como se han de poner todos los medios para conservar lo natural, evitando su contaminación, algo semejante vale para el mantenimiento del amor de familia. De ahí nace esa convicción de muchos padres y madres de que a los hijos e hijas se les quiere en cualquier situación. En cambio, si no funciona el amor de base entre marido y mujer, es más probable que los hijos no se críen en un entorno que favorezca su desarrollo y madurez, aunque se den excepciones puntuales.

Ahora bien, también contribuye al deterioro de la familia, el que ésta viva tensionada entre el trabajo, la prisa y el cansancio. En ese torbellino se diluyen los espacios de diálogo, los límites, las correcciones a tiempo. Y sin raíces afectivas sólidas el joven busca en la aceptación del grupo o en la euforia de la noche lo que no encuentra en la intimidad del hogar.

Y, por si fuera poco, en la sociedad hemos normalizado la agresividad en el discurso público, la humillación como espectáculo, la indiferencia como defensa. Las redes sociales, convertidas en vitrinas del ego, amplifican la ira y anestesian la compasión. ¿Qué le enseñamos a un adolescente cuando la fama pesa más que la verdad, o cuando el poder se impone sobre la razón?

Ninguna muerte se justifica. Todas duelen, todas exigen una respuesta. Pero la respuesta no puede limitarse al castigo o al lamento. Necesitamos una renovación cultural que recupere el valor de la vida, del respeto y del autocontrol. Educar no solo es transmitir conocimientos; es formar conciencia, sensibilidad y propósito; es formar personas. Lo que está en juego no es solo la seguridad de las calles o los campus, sino el alma misma de nuestra convivencia.

Por todo lo dicho y otras razones, en el proyecto político que le ofrezco a los colombianos, el Ministerio de la Igualdad se convertirá en el Ministerio de la Familia absorbiendo al ICBF para propender no solo por el bienestar familiar sino también por el bien-ser de la familia.

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