Por María Angélica Aparicio P.
Por la noche se llenaba el ambiente de un olor pesado, extraño, que se esparcía por el salón de música y el largo pasillo que conectaba los dormitorios. Olía infinitamente mal. Julia recorría los rincones, los sifones, el baño de la primera planta. Husmeó en la alacena de la cocina, en el desordenado garaje de la casa. Ningún resultado. El olor persistía con la amenaza de que no desaparecería tan fácil.
Estaba por enloquecerse. Julia había mirado en cada palmo de la casa y no lograba desenroscar el lío que se desprendía del segundo piso. Hurgó con sus ojos hasta las paredes. Pensó en algún animal, por supuesto vivo, que debía esconderse de día y aparecer con la oscuridad. Seguro el bicho, con su propio olor nauseabundo, infecta todo. Podía ser el olor de su piel, o el olor de su boca tras tragarse docenas de insectos diminutos.
Lo curioso es que no había rastro de intrusos. Todo estaba aseado, sin polvo acumulado, limpio como los espejos brillados. No había muestra de zapatos, ni de botas de caucho. Pero aquél olor repulsivo seguía vivo. Notaba, siempre, que llegaba al atardecer y que de ahí se intensificó hasta extinguirse, de preferencia en las madrugadas. Curioso. Algo fantasmal. Había hurgado en las sábanas dobladas que se hallaban en el armario. ¡Y nada!
Escuchó la voz de un hombre. Brincó para asomarse por la baranda. Vio que era don Manuel, el dueño de la casa. Bajó disparada a recibirlo. Tomó su abrigo, su sombrero, el bastón, la caja de herramientas que traía de la calle. Al depositar la caja en el suelo, pensó que el olor podía estar adentro, controlado, bien guardado. No aguantó una décima de segundo más. Levantó la tapa con precaución. Un par de medias veladas se hallaba encima.
Sintió que se asfixiaba con el olor. Estuvo a punto de perder el equilibrio y caer sentada. ¡Carambola! Había dado con el demonio, un demonio que no tenía patas ni manos, pero sí un tremendo hedor que la tenía a punto de gritar. Cerró la tapa y se devolvió a la cocina. ¿Y si el origen del olor eran varias de estas medias?
Julia sabía que los asirios fueron la civilización que usó las primeras medias veladas de la historia. Sin embargo, la gente debería hacer lo mismo que ella: no llevar medias ni cortas ni largas. Los zapatos que usaba se pegaban a la piel, directamente, sin pieza que interviniera. Era menos engorroso, más práctico, más dinámico para desplazarse.
Tomó la caja de nuevo, aprovechando que don Manuel se hallaba arriba. Con guantes sacó las medias largas y las examinó. Horrendas, maquiavélicas. De tanta suciedad, habían perdido su color. Seguro que eran blancas, eso creía. Se trataba de una pieza larga con evidente peso. Iba de la cintura a los pies. En la antigüedad se conocían como “medias calzas” y eran bien varoniles. Ni soñar que las mujeres usaran semejante esperpento.
Después de los asirios, los pueblos germanos adoptaron las medias calzas. Las lucían ajustadas, pegadas a la piel de todo tipo: grasosa, suave, lampiña, achocolatada por el sol, sucia, lisa como las tablas de madera. Las vieron con sus ventajas incluidas y se las pusieron para verse majos, elegantes, distinguidos. Cuando los romanos cogieron la prenda como si fuera un invento suyo, la adoptaron sin musitar.
Al aparecer la seda como elemento de confección, se fabricaron las “medias calzas” de seda, que costaban una fortuna. Los nobles podían comprarla, la realeza con mayor razón. Se volvieron un símbolo de riqueza que, obligaba, a todo hombre, tenerlas puestas.
Julia preguntó a don Manuel si podía lavarlas. Las metió en una olla de cobre llena de agua, poniéndola bajo el fuego. Mientras revolvía con un cucharón, pensó que los egipcios también conocieron este tipo de medias y que algunas de estas mudas fueron encontradas en las tumbas de los faraones. La moda no era sedentaria: pasaba de mano en mano, de sitio a otro, de una civilización antigua a otra más avanzada.
Al descubrirse el nylon, la seda se volvió un material hecho para los ricos, mientras la nueva fibra cogía auge. El nylon era más barato, más inclusivo, se evitaba que su compra fuera monopolio de la clase alta. Y como una mezcla de fibras, cumplió sus expectativas: podían fabricarse miles de “medias calzas”, masificarse y propagar su uso entre los pueblos de Europa.
En el escenario de estos cambios, apareció un inglés inteligente, aventajado, que inventó una máquina. Corrió ante la realeza de su país para adquirir la patente de su invento. Era una máquina de tejer que pondría, a todos, a temblar. ¡Llegaba la revolución al país indicado!
El inventor se llamaba William Lee y era un clérigo. Pero Lee tuvo poca suerte con el derecho de autor. Resolvió dejar Inglaterra, su tierra natal, y trasladarse a Francia. Los franceses pusieron ojos, oídos, olfato y análisis a su proyecto. Lo protegieron y lo ayudaron. Su máquina se volvió el pilar de la industria textil y el precursor de la transformación que sufrieron las “medias calzas”, pues un tipo curioso y observador las cortó, descubriendo que eran dos piezas distintas: un calzón y unas medias. Con los años, ambas serían los trozos de ropa que llevamos todos: los calzones, por un lado; las medias de hilo, lana o algodón, por otro lado.
Cuando ya oscurecía, Julia sacó las medias veladas de la olla. Subió al segundo piso, triunfante, con la dicha en el pecho. Había matado, finalmente, los horribles olores de la casa. Pero en cuanto abrió la puerta del dormitorio de Don Manuel, sintió desmayarse. Se apoyó en la cerradura para no caer al piso como un saltimbanqui. Un fuerte olor impregnaba la estancia. Ahora, ¿qué carajos era?
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