Por María Angélica Aparicio P.
Mahatma Gandhi leía con sus gafas bifocales, vestido con su khadi blanco de algodón y sus sandalias, en medio de los calores de Ahmedabad. Repasaba sus lecturas, escribía, y reflexionaba intensamente. Era un hombre de mente original. Un hombre auténtico que no clonaba las ideas de nadie. Vivía en la India cuando este país milenario seguía bajo el dominio de los británicos.

Se llamaba Mohandas Karamchand Gandhi. Su nombre resonaba como los aullidos de un león: con fuerza nacional. Dejó la pereza y la timidez que tuvo en su niñez tras un largo recorrido. Pasó por la escuela hindú como cualquier otro niño. Su padre Karamchand, un hombre valiente y generoso, lo apoyó para que se educara en otro ambiente -en Europa- lejos de su querida y milenaria India.
Gandhi tuvo que hacer juramento para que su madre Putlibai diera el consentimiento final de su traslado a Inglaterra. Primero, no beber vino en los pubs, en su apartamento, o con los futuros amigos que tendría. Gandhi sonrió: la bebida sería el menor de sus problemas. Segundo, no comer carne para respetar su condición de “Vaishnava” -adorador de la Diosa Vishnu-, un reto osado para un joven en pleno crecimiento. Pero una vez en Inglaterra, leyó sobre la esencia y los beneficios del vegetarianismo, tema desconocido en la India, que logró atraparlo hasta el fin de sus días.
Su tercer juramento consistía en no tocar a otra mujer. Gandhi se había casado a los trece años con una hindú -Kasturbai- que tenía su misma edad. Ya habían vivido bajo el mismo techo y como pareja. No podía llevarla consigo a Europa, pero la fidelidad y la lealtad hacía, en sus creencias personales, un nudo imposible de desatar. No defraudaría a la chica.
Fascinado por el estudio académico, Mahatma Gandhi escogió la carrera de derecho. Perfeccionó el aprendizaje del inglés, como medio de comunicación y como base para comprender las leyes británicas que acogía, temporalmente, al convertirse en estudiante. Pronto comenzó a leer los periódicos locales para fortalecer el idioma. Más tarde cambió la vestimenta hindú -su túnica de lino- por los trajes de paño, la corbata, el sombrero y los zapatos finos. Se animó con los bailes de los citadinos, y decidió tomar clases para bailar al ritmo de la época.

Vio que los ingleses invaden las calles para ir a las oficinas. Decidió dejar el tradicional autobús rojo de Londres, símbolo de la ciudad, para desplazarse a pie. Recorría la distancia que lo separaba de su apartamento a la universidad; circulaba por los almacenes, los templos musulmanes, los monumentos, los parques. Caminar sería uno de sus hábitos sagrados entre la lista de costumbres que lo acompañaría hasta su muerte.
Tras recibir su título de abogado, regresó a una fastuosa ciudad de la India: Bombay, situada al occidente de su país natal. Y no perdió el tiempo. En busca de abrirse campo como abogado, consagró sus horas para entender cuáles eran las leyes que sostenían a la India colonizada por los británicos y cuál, el peso de cada norma. El destino, sin embargo, le haría la jugada del siglo: lo enviaría a la ciudad de Pretoria, en Sudáfrica, para ejercer la abogacía.
Gandhi encontró una mina de oro cuando hizo migas con la comunidad hindú de Pretoria. Comprendió que las leyes de segregación racial del país incluían a los hindúes, sus compatriotas, del mismo modo que separaba, violentamente, a los blancos de los negros sudafricanos. Las tres razas vivían como islas: ninguna podía conectarse con la otra. Situaciones tan sencillas como visitar los parques públicos, o salir de noche, o comprar tierras, estaban prohibidos para los hindúes. Sus conciudadanos vivían lejos de Asia, pero con un paquete de exclusiones tan lamentable, que nada era memorable en aquella Pretoria de principios del siglo XX.
Gandhi se vistió entonces con su coraza de abogado. Habló en público sobre las condiciones de los hindúes, poniendo el dedo en el racismo exacerbado que padecían, en las viviendas precarias y destartaladas que ocupaban, conocidas como coolies, y destacó la tristeza general que percibía. Utilizó conceptos revolucionarios como honestidad, verdad e inclusión. Se sintió de maravilla dejando caer, sobre sus conciudadanos, su fresca oratoria cargada de humanismo.
Mahatma comenzó su tarea de dominar la mente sobre el cuerpo, conocido como el principio Brahmacharya. La idea era frenar, a toda costa, la mente y la voluntad, para lograr objetivos más saludables en el actuar. A esta forma de vida se sumaría, “la búsqueda de la verdad y la no violencia” en un país que se movía desde 1858 bajo el fuerte mando político y militar de los británicos. Encontrar la verdad de manera pacífica era su Ahimsa, una de las líneas de pensamiento que mantuvo, firmemente, desde su regreso tras 21 años de ausencia.

En 1915 reverdece la Primera Guerra Mundial. Gran Bretaña, como director de la defensa y del ejército de la India, quiso que los hindúes y los musulmanes de este país colonizado, entraran al conflicto armado. Gandhi no estuvo de acuerdo, pero no bastaba con negar para cambiar la propuesta. Tuvo que aceptar el ingreso del país a la contienda europea y trabajar en un taller donde se elaboraban uniformes para los soldados.
La Segunda Guerra Mundial sería para Gandhi como un farol para alumbrar su camino. Tenía más de cuarenta años cuando decidió iniciar las manifestaciones de protesta, la desobediencia civil y las huelgas de hambre en contra de esta guerra y de los británicos que mantenían a la India amarrada a su dominio colonial y a los abusos de sus fuerzas policiales.

Su fama subió como una burbuja. Estaba armado de palabras, ideas y mensajes concretos. Batalló contra la violencia -en todas sus formas y dimensiones- y en favor de la independencia nacional de su país. ¡Quería una India autónoma y libre! Por sus acciones y sus mensajes profundos, se consideraba el líder más destacado que podía encontrarse en el sur de Asia.
Ahora que palestinos e israelíes buscan un camino de paz -por difícil que sea consolidarlo- Gandhi vuelve a gritar para el mundo, una de sus frases de alto calibre: “Una onza de acción vale más que toneladas de prédica”. Su invitación a la acción benévola fue su gesto más consciente.
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