Por coronel ( r) Carlos Alfonso Velásquez
Desde el comienzo de su pontificado, León XIV, agustino, empezó a citar a san Agustín con una frase que desde el siglo IV ha sido como una especie de vacuna para no caer en el “clericalismo”, tendencia esta que, entre otras, se caracteriza por considerar que la Iglesia- pueblo de Dios integrado por todos los bautizados- está constituida solo por la jerarquía eclesiástica. La cita completa, del sermón 340, dice: “Para vosotros soy obispo; con vosotros soy cristiano. Aquel nombre señala deber; este, una gracia. Aquel indica un peligro; este una salvación”. ¿Cómo así qué el oficio de obispo indica un peligro? En efecto, el peligro está en que se confunda el servicio que se debe -es un deber- a los demás, con un ejercicio de poder, no pastoral.

Es que el poder tiende a extralimitarse. Por esto San Agustín llegó a decir: “Esto es prescripción del orden natural. Así creó Dios al hombre. ‘Domine, dice, a los peces del mar, y a las aves del cielo, y a todo reptil que se mueva sobre la faz de la tierra’. Y quiso que el hombre racional, hecho a su imagen, dominara únicamente a los irracionales, y no el hombre al hombre, sino el hombre a la bestia. Este es el motivo por el cual los primeros justos fueron pastores y no reyes. (…) Por eso en las escrituras no vemos empleada la palabra siervo antes de que el justo Noé́ castigara con ese nombre el pecado de su hijo. Este nombre lo ha merecido, pues, la culpa, no la naturaleza” (La Ciudad de Dios, XIX, 15).
Así pues, aunque es inevitable que en la sociedad humana haya poder y quienes lo ejercen, el primer designio de Dios fue que nunca un ser humano dominara a otro ser humano, es decir, que el inevitable poder fuera para servir y no para dominar. Es este el sentimiento que está, por ejemplo, en las propuestas anarquistas pacíficas, irrealizables pero comprensibles. Y por supuesto no en las propuestas anarquistas y egoístas.
También de las palabras de León XIV, se colige que el poder civil ejercido por un buen gobernante en el sistema democrático no pretende imponer su voluntad a toda costa, sino que, en el marco de la Constitución y con base en su visión y espíritu de servicio, dirige, orienta y coordina esfuerzos, persuadiendo con su palabra y con su ejemplo.
Ahora bien, en el discurso a los periodistas, León XIV citó, de manera resumida, nuevamente a san Agustín en el Sermón 80, 8: “Vivamos bien, y serán buenos los tiempos. Los tiempos somos nosotros”. Lo que implica que en los tiempos difíciles que atraviesa el mundo, es inútil esperar soluciones globales o remedios universales. Ese “vivir bien” está dirigido a cada ser humano en concreto y solo la suma de muchas personas que hagan buenos los tiempos en su ámbito de vida, traerá un tiempo menos difícil.
Es de esperar que, en algún momento, León XIV se refiera a la doctrina agustiniana de las dos ciudades, a veces tan mal interpretada que dio origen, en una etapa del medievo, al (mal) llamado “agustinismo político”, que defendía la superioridad política del poder de la Iglesia. En san Agustín, la ciudad de Dios no es la Iglesia (aunque la incluye), sino el conjunto de seres humanos que aman a Dios más que a sí mismos; y la ciudad terrena no es el Estado, sino el conjunto de los seres humanos que se aman a sí mismos hasta el desprecio de Dios. O, como se diría hoy, hasta la insignificancia de Dios.

Pero, san Agustín introduce algunos matices que no suelen ser tenidos en cuenta. Hay paganos, dice, que, en su corazón, son de la ciudad de Dios; y hay gente que va a los templos y que parecen cristianos pero que en realidad son de la ciudad terrena. Sin embargo, si se convierten, ambos tipos de personas pueden llegar a vivir bien en las dos ciudades. Otra de las frases célebres de san Agustín, con la que abre su obra las Confesiones, la primera autobiografía espiritual es: “Nos hiciste Señor para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (Confesiones, I, 1, 1), frase que repitió León XIV, el 18 de mayo, al principio de la homilía de la misa con la que inauguró oficialmente su ministerio.
San Agustín vivió el fin de una época, en unos tiempos convulsos. Su pensamiento es de un valor inestimable en los cambios culturales que se están dando hoy insensiblemente con un predominio de la inmediatez y de la exterioridad y con un olvido, al menos en Occidente, del cultivo interior, de la profundidad humana, donde, muchas veces, el fondo es la superficie.
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